El río está revuelto: hagamos un paréntesis. O dos.

 

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Cada vez con más frecuencia, se me mira de reojo, se me señala con el dedo y se me acusa de no estar sobre la linea. Esa que marca lo que debe ser, lo que debo pensar, lo que un libertario mega-austro-paleo-super-nosequé, que son la única especie de libertario que existe, defiende. Y, curiosamente, muchas veces me suena más a «bajo-palio» que a «austro-paleo» (alguno de los cuales conozco y respeto). El viejo truco de jugar con las etiquetas para arrogarse la autoridad de trazar el camino, señalar la luz y separarla de las tinieblas.  Un aburrimiento.

No por nada. Yo no me aburro fácilmente. Es que son los mismos argumentos, el mismo olor a rancio, la misma mirada, que ya me lanzaron a las tinieblas hace mucho tiempo, y que me destierran allí de vez en cuando, cada cierto tiempo, cuando cuestiono lo que veo.

Yo cuestiono la deriva que está tomando el libertarianismo y/o liberalismo clásico (perdón, que ya sé que alguno es muy tiquismiquis con esto, pero en España nadie habla de libertarianismo, apenas tiene claro la mayoría de la población qué es eso del liberalismo; claro que también sé el afán por inventar «palabros» que tienen esas mismas personas tan quisquillosas con las definiciones; personalmente, a mí basta con que me llamen María). De repente el Estado ha dejado de ser el enemigo de la libertad y ahora lo es el feminismo (de izquierdas, porque al feminismo individualista ni lo consideran, especialmente porque les obliga a ceder y plantearse que hay una mentalidad machista que tira de espaldas, como cuando no se ha aireado una habitación por meses… que igual les gusta porque ya se sabe que el macho-macho ama oler mal; y que mostrar ese hecho no implica ser estatista). El enemigo no es el Estado sino el secesionismo (y ahí, el nacionalismo de un lado y otro se hace más violento si cabe). El enemigo no es el Estado sino los gais, la diferencia sexo/género (ojo! yo NO defiendo la ideología de género, y no tengo que dar explicaciones, miren YouTube), las familias no convencionales y, ya puestos, el pensamiento no pautado sino espontaneo, la respiración sin permiso. Porque «eso» y mucho más van a destruir la civilización.

Gran error, amiguito. «Eso» va a destruir … ya ha destruido el orden que tú conoces, tu status quo, tu mapa de poder en la sociedad. Las instituciones son evolutivas, cambian, no mutan diseñadas por un plan. Y no me refiero al Senado o a sistema educativo (ojalá dejaran que evolucionara, ¿verdad Laura Mascaró?). Me refiero a las instituciones espontaneas. Igual que el cambio tecnológico YA ha sucedido y ahora toca ir amoldándose, el cambio que tratas de evitar, ya ha pasado y solamente te queda aceptar que no puedes revertirlo.

La diferencia entre quienes somos periódicamente enviados al Averno (os saludo compañeros, no os nombro pero sé que sabéis que os miro a vosotros) y quienes nos mandan allí es que a nosotros no nos molestan los palios mientras no nos los impongan. Siempre que cada cual acepte su responsabilidad, con cárcel si hace falta. Sin privilegios, ni chanchullos por el bien de la causa. Yo entiendo que tenéis que aprovechar esta «ventana de ocasión» que ha propiciado el esperpento de Trump, la confusión creada por la radicalización de la derecha en Europa, que aparece, de nuevo, (es que no tienen imaginación) como salvación necesaria y única frente a las hordas de la izquierda radical (que son reales, por otro lado), contra el Islam asesino, contra… (y aquí es cuando ante este río revuelto, los pescadores no son lo que parecen)…¡contra usted mismo! que no sabe lo que le conviene a la civilización. Y te dicen, «mire usted, que yo no pido subvención, estoy por la bajada de impuestos, respeto (descalifico pero respeto) a quienes no piensan como yo… pero créame cuando le digo «ARREPENTÍOS PORQUE EL FINAL ESTÁ CERCA». Así no se puede.

Todos ellos se olvidan de que la defensa de la libertad/responsabilidad individuales, el principio de no-agresión y la no-coacción no implican negar evidencias, imponer cánones morales, y tratar de sacar tajada amedrentando (justo como hace, mira tú qué cosas, la izquierda más bruta que tanto detesto). Digan lo que quieran, insulten, vociferen,  pero no traten de suplantar el espíritu libertario, donde caben todas las religiones que acepten esos principios, y todos los modelos de familias con el mismo requisito, y se pueden analizar todos los problemas que se pongan encima de la mesa, siempre que sea desde una perspectiva individualista no coactiva. Desde la hoguera a la que me condenan, yo no me callo. No me quema el fuego.

 

 

 

Deporte nacional: el perro se comió los apuntes.

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El ejercicio de imaginación de buscar excusas peregrinas y, a veces, disparatadas es uno de los deportes nacionales en los que merecemos un oro olímpico. Entre estas falsas disculpas me atrae especialmente porque me dedico a la docencia la de «Seño, es que el perro se comió los apuntes» cuando uno no quiere hacer un examen porque no tiene ni idea de la asignatura.

Nuestro «perro que se come los apuntes» más característico es la conspiración. Nos gusta una teoría conspiranoica más que una buena fiesta. Y es perfecto para mantener alto el listón de crítica mordaz y negativa, y al tiempo, la más absoluta inactividad. Es esa actitud de juzgar, decidir y pontificar, apoyado en la barra de un bar, con el aplomo de quien tiene una autoridad indiscutible, pero si hay que hacer algo más que eso, ya me lo pienso. Retuitear peticiones de ayuda (sea para distribuir comida entre quienes lo necesitan como hace Ayudar a Quien Ayuda, o para salvar a un perrito que van a sacrificar, o para donar médula que es tan necesario y es indoloro), poner banderitas, y hacer declaraciones como si fuéramos el portavoz de nuestro propio reino, son cosas que sí estamos dispuestos a hacer, pero ya.

¿Por qué nos tragamos tan fácilmente cualquier conspiración? Primero porque quienes las promueven dicen medias verdades. Además, las medias mentiras se pueden demostrar pero hay que moverse, trabajar, hacer una búsqueda en internet, leer… nos come la pereza. Segundo, porque la conspiración es liberadora. Si hay un complot secreto, entonces no hay nada que hacer, puedo permanecer mirando al techo meciéndome en mi propia desidia.

Ahora mismo, yo creo que no tenemos gobierno porque cada partido cree que los otros partidos están conspirando, así que tratan de «desenmascararlos». Los del ranking de universidades son odian y por eso no hay ni una universidad española entre las primeras doscientas. El árbitro de fútbol siempre va con el equipo contrario. Los de la tribu de enfrente (liberal, libertaria, o mediopensionista) está a sueldo de un contubernio que pretende dominar el mundo. Como los reptilianos. Hay casi tantos complots como españoles.

Y mientras denunciamos todo este mal que nos acecha, abrimos otra cervecita en el campo, la playa, o después del trabajo, en este agosto tan caluroso, y seguimos dominados por tanta conspiración.

Mira, pues la próxima va a tu salud, David, que es tu cumpleaños.

Madrid: el mayor espectáculo del mundo

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Yo no voto. Tengo mil razones. Las he expuesto muchas veces así que ha dejado de preocuparme que me insulten por ser abstencionista. No siento la necesidad de justificar las decisiones que tomo.

Observo a los votantes antes, durante y después de la campaña. Y eso me da una perspectiva lo suficientemente distante como para plantearme en qué tipo de comunidad vivo. Madrid. Por diversas circunstancias tenemos alcaldesa podemita en Madrid. La marca de identidad es la negación: no es podemita, es de Ahora Madrid. Sí, claro, fue propuesta, convencida, aupada por Pablo y Juan Carlos, sus concejales son podemitas, pero no es, no es del todo, no realmente, no lo lleva tatuado. Y nos dejamos tratar como memos. Me pregunto si esa negación verbal de la realidad se aplica también a ese talante dialogante que muestra. Me pregunto qué hay detrás de su sonrisa, si esconde sorpresas, como su marido escondía su patrimonio para no pagar a sus trabajadores.

Quienes estaban tan enfadados con todos los políticos, con razón, desde luego, se están comiendo que en la vida política municipal, se haya pasado de la ternura del cuidado del barrio a la declaración de principios en contra de la propiedad privada en las camisetas de los ediles podemitas, a la revisión de las hazañas de nuestros gestores municipales que (sin juzgar) no representan a la mayoría de madrileños, y a la constatación de que a lo mejor esta gente tan campechana no va a ser la mejor alternativa.

(Por otro lado, ¿cuál es la mejor alternativa cuando aquí está pringado todo el mundo?).

La alcaldesa, Manuela, que llama de tú porque eso nos iguala, se hace la foto en el Metro y a continuación pilla un taxi. Y aquí como memos, nos acercamos para decirle lo que la queremos, que la hemos votado, que qué bien que esté ahí… como se lo decimos a Letizia, o se lo decíamos a Juan Carlos, el rey campechano que le gustaba hasta a Fidel, con esa exhibición de servilismo frente al poder tan española. Con esa inseguridad que nos lleva a buscar salvapatrias, a delegar no solo la educación de los hijos o la generosidad, sino también la virtud o las cosas más trascendentales de nuestra vida. Así que miramos a Carmena y su equipazo y preferimos pensar que es la «abuelita Paz» de los dibujos animados, a reconocer que en el calentón del enfado con la corrupción, se nos fue la mano. ¿Y qué le vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer frente al deterioro de las instituciones, la corrupción, la alianza políticos-banqueros, los privilegios como forma de vida y todo lo demás?

Bueno, tal vez había que haberlo mirado antes, habernos bajado del voto miedica y haber castigado a tus políticos mucho antes. Ahora tenemos lo que merecemos en Madrid. Y esto no ha hecho más que empezar. ¿Va a sobrevenir el fin del mundo? No, eso nunca. Estamos en España. No va a pasar nada de nada. Van a gobernar cuatro años, nos van a arruinar y en las siguientes elecciones ganarán los de siempre, con una deuda multiplicada por diez, eso sí.

Bienvenidos a la villa de Madrid, reino de unicornios, soluciones de fantasía, y capital de la ineptitud.

PD.: Yo defiendo la propiedad privada como avance de la civilización, la generalización de la propiedad privada como medio para que los menos favorecidos mejoren su condición de vida. Creo que el cumplimiento de los contratos es la base de la economía y que no es sano cambiar las reglas de juego a mitad del partido. Defiendo el progreso económico de la sociedad occidental  basado en el libre mercado y en la propiedad privada unido a la rendición de cuentas, la igualdad ante la ley y la limitación real del poder político por parte de los ciudadanos. Y creo que limpiar la sociedad de privilegios pasa por la libre competencia y porque el Estado (nacional, regional y local) saque sus zarpas del fruto del trabajo de la gente, y nos deje (POR FIN) en paz. Y eso no lo defiende con el ejemplo ningún partido político. Con el ejemplo, digo. 

Por amor al comercio (extended version)

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La pasada semana el presidente del gobierno, Mariano Rajoy, compareció en rueda de prensa desde Los Cabos, México. Eran las doce de la noche en España, a pesar de lo cual, muchos estábamos ansiosos esperando una palabra que confirmara o desmintiera el rumor de la inminente intervención y que diera explicación al comportamiento de la prima de riesgo que denotaba la desconfianza del mercado en la capacidad del gobierno para devolver la deuda. Porque, tal y como nos habían explicado, las elecciones griegas aflojarían tensiones y la situación mejoraría.

Pero el presidente Rajoy se limitó a repetir los mantras habituales: no gastar más de lo que recaudamos, fomentar el crecimiento, recuperar la confianza… y alguna novedad. Como el anuncio de que los países europeos y Estados Unidos han acordado lanzar conversaciones para redactar un Tratado de Libre Comercio entre ambos. Entonces recordé la canción del grupo español Esclarecidos:

“Por amor al comercio / voy a cruzar ese puente, / por amor al comercio / voy a cuidar ese dolor”.

En su mensaje, Rajoy parecía querer cruzar ese puente que nos separa de las Américas por amor al comercio. Sin embargo, como nos enseñó Frédéric Bastiat, el economista liberal del siglo XIX, el economista debe mirar más allá de lo evidente.

Por ejemplo, resulta que las dos zonas señaladas como cuna del capitalismo salvaje dominada por los mercados necesitan firmar un acuerdo de libre comercio. Y no debe ser muy fácil, porque simplemente se ha anunciado que se van a lanzar conversaciones para plantear el tema. Además cabe reflexionar acerca de la verdadera utilidad de este tipo de iniciativas, que no son nuevas. Uno de los fiascos más flagrantes de nuestros tiempos es precisamente el GATT (Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio). Este acuerdo mundial surgió tras la II Guerra Mundial con el objetivo de evitar que el proteccionismo condenara a la pobreza a muchos países. Basándose en el principio de reciprocidad y estudiando producto a producto, funcionó mientras que no interfería con los intereses de los países desarrollados. El problema ha surgido cuando se ha planteado que los países ricos deben eliminar los subsidios a la agricultura para que el libre comercio saque de la pobreza a los países menos favorecidos. A partir de entonces las “rondas” de negociación han sido estériles. Por su parte, y señalando con el dedo, los países de la Unión Europea, sin rubor, explican lo importante que es evitar el proteccionismo mientras mantienen la nefasta y vergonzante Política Agrícola Comunitaria (PAC).

Por eso, que ahora el G-20 anuncie su pretensión de impulsar el comercio mundial como factor de crecimiento, suena hueco.

El libre comercio, desde sus orígenes, ha sido la mejor alternativa a la conquista, ya que se basa en acuerdos voluntarios y elimina la coacción y la violencia en las relaciones entre personas, comunidades y países. Como explicaba el profesor Antonio Escohotado en la lección magistral pronunciada el martes pasado en el Congreso de Economía de la Escuela Austriaca del Instituto Juan de Mariana, los enemigos del comercio son los enemigos del cambio, son los enemigos de la paz.

Y paradójicamente el establecimiento de “zonas” de libre comercio han resultado ser veneno para la libertad. La explicación es que en el momento en que se establece un límite, una frontera, excluyes a alguien. Libre comercio es una expresión que se refiere a la libertad que deberían tener los agentes económicos para comprar y vender con otros agentes económicos fuera de su país. En ese contexto, la tarea del Estado debe limitarse a favorecer ese libre intercambio asegurándose de que hay “juego limpio”. Pero como en tantos otros ámbitos el exceso en la atribución de funciones de los estados, nos ha llevado a que primen los intereses políticos por encima del respeto a la libertad y de la eficiencia económica.

Durante mucho tiempo, cuando los economistas del XIX hablaban de libre comercio no distinguían entre el comercio interior y el exterior, se referían a la libertad de las empresas para importar y exportar. Pero nuestra política económica del siglo XXI ha retrocedido al nefasto mercantilismo del XVI-XVII y ha despertado el nacionalismo mercantil.

Por eso, cuando leo en el informe del G-20 que “los copresidentes del Grupo de Trabajo de Alto Nivel creen que un comercio transatlántico global y un acuerdo de inversión, si se alcanza, es una opción que tiene el gran potencial de apoyar el empleo y promover el crecimiento y la competitividad a través del Atlántico”, no puedo evitar pensar en los países excluidos.

Sin duda, es una buena noticia que nuestras empresas no tengan que pasar dobles controles (europeos y estadounidenses) para exportar sus productos, y que nuestros consumidores puedan acceder a bienes americanos a precios más asequibles. Pero aún más lo sería que, además de “cruzar ese puente” las empresas pudieran cruzar sin penalizaciones los puentes que quisieran.

(Una versión reducida apareció el domingo pasado en el suplemento Mercados de El Mundo)

Madurez política española: la adolescencia más larga.

Recuerdo a un amigo que, ante una disputa bastante pueril entre dos hombres ya maduros, doctos, leídos y sabidos, comentaba: «¡Qué adolescencia más larga!».

Eso mismo pienso yo cuando observo desde la barrera no solamente la clase política, sino también la manera que tienen los ciudadanos españoles de abordar los temas políticos. Esta mañana he recibido una lista de políticos de diferentes partidos que están imputados en casos de corrupción. Ya la había visto. Son unos cien repartidos por toda la geografía española, incluidos los territorios insulares, que están bajo sospecha de haber cometido delitos diversos relacionados con su puesto en la administración.

La solución es tan fácil como dejar en suspenso la relación del presunto delincuente con el partido hasta que se aclare la cuestión. Pero los críticos de esta solución argumentan que de tomar esa medida, bastaría con que cualquiera acusase de lo que fuese a un político con cargo público para que tuviera que retirarse. Lo cierto es que es fácil imaginar a un político que tome decisiones opuestas a las propuestas por los partidos en la oposición y que «alguien», con tal de desacreditarle, le endilgue algún tipo de corrupción, de esas que se tarda años en resolver.

Lo que nos faltaba, ciertamente. Sin embargo, lo que me provoca este tipo de actitudes, tan realistas, por desgracia, y que me bajan del guindo a marchas forzadas, es pensar qué tipo de gentuza está en los puestos de gestión. ¿No era que persiguen el bien común, el interés de la gente, dejando de lado intereses particulares y partidistas? Parece que no, que la política ha cambiado y ya no es así. Eso en el mejor de los casos. En el peor, tal vez la política siempre ha tenido esta naturaleza.

Bien, en ese caso, propongo que se lleve a cabo la medida sugerida más arriba: que se retiren de la política temporalmente aquellos políticos imputados. Como los españoles, en general, nos comportamos en política como si estuviéramos en el patio de un colegio, lo más probable es que todos o casi todos los políticos acaben retirados temporalmente de cargos públicos y con un poco de suerte, se llegará a la quiebra de este sistema político en el que parece que la manzana sana es, cada vez más, la excepción.