Madrid: el mayor espectáculo del mundo

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Yo no voto. Tengo mil razones. Las he expuesto muchas veces así que ha dejado de preocuparme que me insulten por ser abstencionista. No siento la necesidad de justificar las decisiones que tomo.

Observo a los votantes antes, durante y después de la campaña. Y eso me da una perspectiva lo suficientemente distante como para plantearme en qué tipo de comunidad vivo. Madrid. Por diversas circunstancias tenemos alcaldesa podemita en Madrid. La marca de identidad es la negación: no es podemita, es de Ahora Madrid. Sí, claro, fue propuesta, convencida, aupada por Pablo y Juan Carlos, sus concejales son podemitas, pero no es, no es del todo, no realmente, no lo lleva tatuado. Y nos dejamos tratar como memos. Me pregunto si esa negación verbal de la realidad se aplica también a ese talante dialogante que muestra. Me pregunto qué hay detrás de su sonrisa, si esconde sorpresas, como su marido escondía su patrimonio para no pagar a sus trabajadores.

Quienes estaban tan enfadados con todos los políticos, con razón, desde luego, se están comiendo que en la vida política municipal, se haya pasado de la ternura del cuidado del barrio a la declaración de principios en contra de la propiedad privada en las camisetas de los ediles podemitas, a la revisión de las hazañas de nuestros gestores municipales que (sin juzgar) no representan a la mayoría de madrileños, y a la constatación de que a lo mejor esta gente tan campechana no va a ser la mejor alternativa.

(Por otro lado, ¿cuál es la mejor alternativa cuando aquí está pringado todo el mundo?).

La alcaldesa, Manuela, que llama de tú porque eso nos iguala, se hace la foto en el Metro y a continuación pilla un taxi. Y aquí como memos, nos acercamos para decirle lo que la queremos, que la hemos votado, que qué bien que esté ahí… como se lo decimos a Letizia, o se lo decíamos a Juan Carlos, el rey campechano que le gustaba hasta a Fidel, con esa exhibición de servilismo frente al poder tan española. Con esa inseguridad que nos lleva a buscar salvapatrias, a delegar no solo la educación de los hijos o la generosidad, sino también la virtud o las cosas más trascendentales de nuestra vida. Así que miramos a Carmena y su equipazo y preferimos pensar que es la «abuelita Paz» de los dibujos animados, a reconocer que en el calentón del enfado con la corrupción, se nos fue la mano. ¿Y qué le vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer frente al deterioro de las instituciones, la corrupción, la alianza políticos-banqueros, los privilegios como forma de vida y todo lo demás?

Bueno, tal vez había que haberlo mirado antes, habernos bajado del voto miedica y haber castigado a tus políticos mucho antes. Ahora tenemos lo que merecemos en Madrid. Y esto no ha hecho más que empezar. ¿Va a sobrevenir el fin del mundo? No, eso nunca. Estamos en España. No va a pasar nada de nada. Van a gobernar cuatro años, nos van a arruinar y en las siguientes elecciones ganarán los de siempre, con una deuda multiplicada por diez, eso sí.

Bienvenidos a la villa de Madrid, reino de unicornios, soluciones de fantasía, y capital de la ineptitud.

PD.: Yo defiendo la propiedad privada como avance de la civilización, la generalización de la propiedad privada como medio para que los menos favorecidos mejoren su condición de vida. Creo que el cumplimiento de los contratos es la base de la economía y que no es sano cambiar las reglas de juego a mitad del partido. Defiendo el progreso económico de la sociedad occidental  basado en el libre mercado y en la propiedad privada unido a la rendición de cuentas, la igualdad ante la ley y la limitación real del poder político por parte de los ciudadanos. Y creo que limpiar la sociedad de privilegios pasa por la libre competencia y porque el Estado (nacional, regional y local) saque sus zarpas del fruto del trabajo de la gente, y nos deje (POR FIN) en paz. Y eso no lo defiende con el ejemplo ningún partido político. Con el ejemplo, digo. 

De puestos y butacas laborales

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Un amigo de Twitter me pregunta qué me parece que se pueda despedir sin más. Que un día encuentres una carta sobre tu mesa en la que se te comunica la decisión de no contar más contigo. Y me da la sensación de que el tono de mi amigo no es neutral, hay cierto olor a crítica en su frase: «Es curioso que los liberales nunca, nunca condenen los despidos arbitrarios de trabajadores… «.

Es una pregunta que agradezco porque me hace pensar. ¿Por qué habríamos de condenar un despido arbitrario por una empresa privada? La respuesta inmediata, que no es la de mi amigo, pero sí la de otros muchos, varía de la maldición trapera («Ojalá te pase a ti y te mueras de hambre») a la acusación («Eres insolidaria, egoísta, no tienes corazón…»). Pero más allá de lo obvio, es decir, del hecho de que me puede pasar mañana, y de que si soy egoísta o no no será por aprobar que una empresa pueda despedir arbitrariamente, pocas personas se plantean qué sustenta el derecho de una empresa a despedir arbitrariamente, de contratar arbitrariamente y, por darle un hervor más al guiso neuronal, en qué se basa la reclamación del trabajador ante un despido arbitrario.

Y eso que no se ve y que está en el fondo del razonamiento es el síndrome de las butacas numeradas. Uno va a la cafetería de siempre y se dirige a «su» mesa sin mirar apenas. Cuando alguien la ha ocupado, casi se siente con derecho a mirar mal al camarero de toda la vida que simplemente se encoge de hombros y te dice solícito «La de allí es mejor porque tiene más luz». Y te vas a sentar pensando si el ser cliente habitual no te da derecho a conservar tu sitio. Es más fácil en los cines. Allí uno paga una butaca numerada y sabe que tiene derecho a ver la película y a hacerlo en ese sitio concreto, en la décima fila, butaca seis. En algunos cines, por un poco más, puedes disfrutar de asientos más amplios, sitio para estirar las piernas, y una vista de la pantalla mejor.

Cuando nos contratan en una empresa no nos hacemos con una butaca de cine. Al igual que en la cafetería, puedes o no,  ocupar ese sitio, y lo que establece las condiciones está reflejado en el contrato. Por eso es tan importante leerlo. La idea de que hay muchos más trabajadores como tú en la fila del paro, con mejor formación, y una oferta más favorable para la empresa debería hacernos pensar en flexibilizar nuestra idea de «puesto de trabajo». Repetirnos a nosotros mismos «después de todo lo que le he dado a la empresa», «cómo pueden hacerme esto a mí» y cosas así, que seguro que son cosas que pensaríamos todos, no contribuyen más que a expresar la sorpresa y la poca previsión. Si no está establecido en el contrato que han de avisarte con un tiempo determinado, no puedes hacer nada. Excepto exigirlo en el contrato al principio o bien tenerlo presente siempre. No digo que todos necesariamente seamos lo suficientemente versátiles como para que esas sorpresas no nos afecten o nos afecten menos. Claro que no. Hay jornadas laborales que te dejan sepultada en un cansancio mental y físico que solamente superas para hacer la cena a los niños y caer redonda en la cama. Pero tampoco me parece centrado asumir que una vez que te contratan tienes derecho a permanecer. Ni siquiera si llevas muchos años. La antigüedad suele estar contemplada en los contratos y se paga en dinero.

Tampoco ayuda compararte con lo que gana el accionista o el C.E.O. Tú no tienes implicado patrimonio, tuyo o de tu familia, no tomas decisiones que afectan a tanta gente, no tienes la misma responsabilidad. Eres trabajador. Si crees que el sistema de empresa es injusto, monta una cooperativa. Y al cabo de unos años, cuando veas que no funciona excepto en ámbitos determinados, entenderás porqué la estructura organizativa que funciona es la que hay, y que un grupo de colegas no es una empresa, es un grupo de colegas. Intenta sacar adelante un proyecto en el que inviertes lo que te ha venido dado, y también tu propia energía, y piensa si alguien tiene derecho a imponer qué decisiones tomas.

Imagina que el panadero al que compras el pan te impone comprar allí porque toda tu vida lo has hecho. Incluso si han abierto una tienda donde el pan es mejor, más barato. O incluso si estás a dieta, si ya no comes pan. O si no puedes permitirte comprarlo, y entonces el panadero te exige que no comas otras cosas para comprar su pan, después de todo lo que ha hecho por ti, la de bocadillos que te has comido de niño con el pan elaborado allí.

Tu butaca numerada en la vida te la da tu comportamiento, tu valía como persona. Nada más.

Por amor al comercio (extended version)

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La pasada semana el presidente del gobierno, Mariano Rajoy, compareció en rueda de prensa desde Los Cabos, México. Eran las doce de la noche en España, a pesar de lo cual, muchos estábamos ansiosos esperando una palabra que confirmara o desmintiera el rumor de la inminente intervención y que diera explicación al comportamiento de la prima de riesgo que denotaba la desconfianza del mercado en la capacidad del gobierno para devolver la deuda. Porque, tal y como nos habían explicado, las elecciones griegas aflojarían tensiones y la situación mejoraría.

Pero el presidente Rajoy se limitó a repetir los mantras habituales: no gastar más de lo que recaudamos, fomentar el crecimiento, recuperar la confianza… y alguna novedad. Como el anuncio de que los países europeos y Estados Unidos han acordado lanzar conversaciones para redactar un Tratado de Libre Comercio entre ambos. Entonces recordé la canción del grupo español Esclarecidos:

“Por amor al comercio / voy a cruzar ese puente, / por amor al comercio / voy a cuidar ese dolor”.

En su mensaje, Rajoy parecía querer cruzar ese puente que nos separa de las Américas por amor al comercio. Sin embargo, como nos enseñó Frédéric Bastiat, el economista liberal del siglo XIX, el economista debe mirar más allá de lo evidente.

Por ejemplo, resulta que las dos zonas señaladas como cuna del capitalismo salvaje dominada por los mercados necesitan firmar un acuerdo de libre comercio. Y no debe ser muy fácil, porque simplemente se ha anunciado que se van a lanzar conversaciones para plantear el tema. Además cabe reflexionar acerca de la verdadera utilidad de este tipo de iniciativas, que no son nuevas. Uno de los fiascos más flagrantes de nuestros tiempos es precisamente el GATT (Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio). Este acuerdo mundial surgió tras la II Guerra Mundial con el objetivo de evitar que el proteccionismo condenara a la pobreza a muchos países. Basándose en el principio de reciprocidad y estudiando producto a producto, funcionó mientras que no interfería con los intereses de los países desarrollados. El problema ha surgido cuando se ha planteado que los países ricos deben eliminar los subsidios a la agricultura para que el libre comercio saque de la pobreza a los países menos favorecidos. A partir de entonces las “rondas” de negociación han sido estériles. Por su parte, y señalando con el dedo, los países de la Unión Europea, sin rubor, explican lo importante que es evitar el proteccionismo mientras mantienen la nefasta y vergonzante Política Agrícola Comunitaria (PAC).

Por eso, que ahora el G-20 anuncie su pretensión de impulsar el comercio mundial como factor de crecimiento, suena hueco.

El libre comercio, desde sus orígenes, ha sido la mejor alternativa a la conquista, ya que se basa en acuerdos voluntarios y elimina la coacción y la violencia en las relaciones entre personas, comunidades y países. Como explicaba el profesor Antonio Escohotado en la lección magistral pronunciada el martes pasado en el Congreso de Economía de la Escuela Austriaca del Instituto Juan de Mariana, los enemigos del comercio son los enemigos del cambio, son los enemigos de la paz.

Y paradójicamente el establecimiento de “zonas” de libre comercio han resultado ser veneno para la libertad. La explicación es que en el momento en que se establece un límite, una frontera, excluyes a alguien. Libre comercio es una expresión que se refiere a la libertad que deberían tener los agentes económicos para comprar y vender con otros agentes económicos fuera de su país. En ese contexto, la tarea del Estado debe limitarse a favorecer ese libre intercambio asegurándose de que hay “juego limpio”. Pero como en tantos otros ámbitos el exceso en la atribución de funciones de los estados, nos ha llevado a que primen los intereses políticos por encima del respeto a la libertad y de la eficiencia económica.

Durante mucho tiempo, cuando los economistas del XIX hablaban de libre comercio no distinguían entre el comercio interior y el exterior, se referían a la libertad de las empresas para importar y exportar. Pero nuestra política económica del siglo XXI ha retrocedido al nefasto mercantilismo del XVI-XVII y ha despertado el nacionalismo mercantil.

Por eso, cuando leo en el informe del G-20 que “los copresidentes del Grupo de Trabajo de Alto Nivel creen que un comercio transatlántico global y un acuerdo de inversión, si se alcanza, es una opción que tiene el gran potencial de apoyar el empleo y promover el crecimiento y la competitividad a través del Atlántico”, no puedo evitar pensar en los países excluidos.

Sin duda, es una buena noticia que nuestras empresas no tengan que pasar dobles controles (europeos y estadounidenses) para exportar sus productos, y que nuestros consumidores puedan acceder a bienes americanos a precios más asequibles. Pero aún más lo sería que, además de “cruzar ese puente” las empresas pudieran cruzar sin penalizaciones los puentes que quisieran.

(Una versión reducida apareció el domingo pasado en el suplemento Mercados de El Mundo)