La niebla como estado civil

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Dice Denzel Washington que si lees la prensa estás mal informado y si no la lees estás desinformado. ¿Qué elegir? Le recrimina el actor a la periodista que su labor como profesional es contar noticias, no contar lo que sea antes que nadie. No es ser el primero en tuitear a toda costa sino informar con hechos verdaderos.

Cierto. Tal vez van a protestar quienes creen que, además, el periodista-analista ha de ofrecer su opinión, su interpretación de los hechos, de las entrevistas, analizar al personaje, al ministro, al diputado, al sindicalista. Y no digo que no. Sin embargo, de ahí hemos pasado demasiado rápido al insulto, a la tergiversación, a sacar de contexto una frase, una palabra, un gesto, para que el entrevistado diga lo que quiero y así poder despellejarle. Demasiado rápido y demasiado a menudo.

Hasta el punto que si cuelgas un video donde un señor que dice que es maestro en Aleppo pide llorando que acabe la guerra y que espera que pase algo antes de las masacres que se esperan, siempre llega alguien, bien intencionado, probablemente bien informado (o tal vez no) y te cuenta que el medio es sesgado, que el tipo es simpatizante de terroristas que hicieron cosas terribles, que te están tomando el pelo y que sufrir, sufrir, donde sufren los rigores de la guerra es en tal otra ciudad.

O, de repente, un niñato con media neurona, que se ha hecho influencer porque muchos otros le ríen las gracias de niñato, suelta por su boca una barbaridad que me apuesto lo que sea a que no es ni suya. Y afirma, entre otras cosas, que hay más violaciones a hombres que a mujeres (ya he tenido la discusión acerca de las cárceles de Estados Unidos, por favor, abstenerse). Todo para «defenderse» de un gag de video donde tres tipos, ante una joven borracha que salía de una discoteca «se la pedían», como quien se pide asiento de ventanilla en el tren.  Igual para él y sus seguidores es una escena graciosa. En ese caso debería defender su posición. Y sin embargo, se defiende negando.

Y ahí está la cosa. Negamos y renegamos. Tanto y tan habitualmente que uno no sabe ya si leer o no la prensa, Twitter, Facebook. Porque es posible que el video del maestro de Aleppo sea mentira. Es posible que haya mujeres que se lancen a por los jóvenes borrachos para aprovecharse de su embriaguez. Es posible que los medios falseen imágenes, que los gobiernos falseen estadísticas, los periodistas entrevistas, que los lobbies manipulen a las víctimas que dicen representar por poder o por una subvención, o simplemente para sentirme mejor y reducir su impotencia. Todo eso es mucho más que posible. Pero no siempre y no en el mismo grado. No miente todo el mundo. No existe una cultura de la violación (aunque sí haya más abusos a mujeres y aunque sea verdad que la borrachera no hace a nadie merecedora del abuso). No es verdad que no se sufra en Aleppo o que simpatizar con alguien te haga merecedor de una masacre (tu muerte y la de todo tu pueblo). Y rizando el rizo, me encuentro cuestionada por los seguidores del imbécil del video y por las mujeres que defienden que existe una cultura de la violación; estoy en medio de quienes llevan las cosas al extremo hacia A y quienes lo hacen hacia B. No solamente eso. En cuanto dudas, caes en el abismo y eres acusada, insultada, señalada.

Hemos perdido el matiz. No vemos todo el pantone de colores, tenemos el contraste al máximo y solo hay blanco y negro. Si yo soy buena, tú eres malo. Si yo pierdo, tú ganas. Si uno está arriba, otro está abajo. Están desapareciendo de las mentes un abanico de posibilidades, toda una gama de sonidos. Tendemos a la estupidez. Al revés que los niños, cuyo aprendizaje consiste en diferenciar cada vez más formas y colores, y trabajar con bloques más pequeños y diversos, la sociedad va hacia atrás, caminando hacia lo más básico, colocando con torpeza los bloques grandes, mientras la tecnología avanza y nos hace creer que somos dioses.

En este diciembre complicado, Madrid ha amanecido con niebla. Como yo, que no veo nada. Y, como sucede con la niebla, lo más seguro es mirar tus pasos y tratar de no chocar con nadie. La niebla nos pone en nuestro sitio: nos quita de golpe la soberbia y la apariencia de lucidez. Así vamos por la vida, como en medio de la niebla, sin saber muy bien si esa sombra es una persona o una farola.