Podemos: el síndrome de las campanas

campanas

 

Dice el refrán que no se puede estar en la procesión y repicando las campanas. Podemos no lo sabe. O al menos, su política de macarra de la moral (un concepto que explicaba ya aquí en el 2013) nos muestra su intención de «estar en la procesión y a la vez repicando». Es decir, en todos sitios.

La primera muestra nos la ofrecieron cuando pisaron el Congreso por primera vez y Pablo Iglesias se dedicó a tocar el sonajero del bebé de Bescansa cada vez que iba a hablar Albert Rivera, o a llamar la atención de cualquier manera. Llevando un bebé y abriendo una polémica alternativa para centrar sobre Podemos los focos, y quitarle protagonismo al acto que les convocaba. La segunda muestra nos la ofrecieron durante la apertura de la legislatura por el rey Felipe VI. La cara de Letizia era inenarrable. Estaba descompuesta al ver que el partido supuestamente objeto de sus simpatías (aquí lo sugiere él mismo Pablo) no se levantaba ante la Corona ni aplaudía las palabras de su marido. Y en el mismo acto, en el que no estaban asignados los escaños, reclamaron sentarse en «sus» escaños aunque habían llegado más tarde que quienes los habían ocupado. La tercera muestra la hemos vivido esta mañana cuando Pablo y sus muchachos se han salido del hemiciclo para no guardar un minuto de silencio por la muerte de Ritá Barberá, apenas horas antes, argumentando que eso es homenajear a una persona corrupta.

La pauta es la misma. Ellos piensan: «Somos parlamentarios elegidos y por eso merecemos el mismo respeto que cualquier otro«. Y a la vez: «Somos los dueños de la moral, los revolucionarios que venimos a cambiar todo y tenemos derecho a saltarnos las reglas y modos institucionales porque el status quo es la casta«. Si tanto repelús les da mantener un minuto de silencio, que no homenajea los actos de Rita Barberá (sin condena judicial, es decir, presunta inocente, no presunta culpable) sino que muestra respeto por una senadora electa (como tú, Pablo), no formes parte del juego, abandona el Parlamento por intolerancia a la corrupción. Pero si entras, asume dónde estás. Como quien se cubre la cabeza al entrar en una mezquita o en una sinagoga sin que importe si respeta personalmente o no ambas religiones, si es ateo, o qué. Simplemente, te cubre y entras o no te cubres y no entras.

Cuando seas presidente del gobierno, Pablo, cambias las normas, los estatutos, la Constitución y lo que haga falta. Pero si cuando entra el juez en un juicio te levantas aunque creas que la justicia está perdida e incluso que ese juez está comprado, guardas el silencio adecuado cuando muere una persona presuntamente inocente que es parlamentaria c0mo tú.

Pero, yendo más allá, si hacemos un mannequin challenge político y vemos qué está pasando, nos daremos cuenta de que este intento de estar sin estar es una estrategia ganadora en términos políticos: un win-win. Porque ya están en las redes preguntando por el minuto de silencio de Labordeta que antes de morir llevaba tiempo retirado por cáncer de próstata. No es que falleciera justo antes de abrir la sesión parlamentaria de manera inesperada como Barberá. Y se están planteando cuestiones tan peregrinas como la interpretación del silencio, las razones por las que una institución guarda ese minuto, etc.

Y mientras tanto, Pablo, utilizando como nadie la desgracia ajena cuando le preguntan por la muerte de Rita, desvía la atención y habla de las víctimas de la corrupción y de la miseria energética. (Nota: ha nacido un nuevo término a explotar, apunten: la pobreza energética y sus víctimas. En breve, manifestaciones nocturnas con velas y todo tipo de desvaríos). Y mientras tanto, la prensa, que nos azuza a unos y otros alimentando el linchamiento ahí está sacando tajada en forma de tertulias, páginas y audiencias. Y mientras tanto, la gente cayendo en el juego perverso y sin saber exactamente a quién hay que odiar ahora. Y mientras tanto, la corrupción reinando en las instituciones políticas y no políticas. Y mientras tanto, la casa sin barrer.

La salud de la espalda nacional

Recuerdo a José Luis López Vazquez interpretando a Fernando Galindo en Atraco a las tres, inclinándose con intensidad y rapidez ante una mujer. «Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo…».

Ese es el espíritu que invade nuestra colmena. La reverencia. Da igual que sea ante un par de tetas que ante un secretario del ayuntamiento. La reverencia. Una reverencia fulminante, de las que pone el tronco en ángulo de 90 grados con las extremidades inferiores y perfectamente paralelo al suelo, en décimas de segundo. Y así no se puede, oiga.

Porque la espalda sufre. Y, al fin y al cabo, es la que vertebra el cuerpo, lo mantiene erguido, le permite caminar, alzar la mirada y ver el horizonte.

Por la misma razón, ese afán social de reverenciar al que tiene la gorra de jefe es insano. Quienes denostan ahora a Bárcenas, o a Pepiño con el caso Faisán, o alguno de estos mangantes a los que se les vota mayoritariamente, en plena libertad, en un acto de responsabilidad democrática y todas esas milongas… esos, esos… perdían la camisa por acercarse y reverenciar al tipo cuando aún no se les había pillado. Y en las copichuelas post-inauguración, o post-acto del partido, o post-loquesea, se acercaban con sonrisa y estrechaban la mano del que ahora insultan. Da igual que se trate de Zapatero, Aznar, el de la diputación o el de nuevas generaciones… ¿tiene «mando»? Pues eso. Reverencia al canto.

Y lo peor. Cuando se destapan casos faisanes, Bárcenas, y demás, España se queda huérfana de caciques a los que reverenciar. Ya está bien ¿no? Igual es mejor decir hola con la manita. Por lo de caminar erguidos viendo el horizonte. Como país, digo.

 

Madurez política española: la adolescencia más larga.

Recuerdo a un amigo que, ante una disputa bastante pueril entre dos hombres ya maduros, doctos, leídos y sabidos, comentaba: «¡Qué adolescencia más larga!».

Eso mismo pienso yo cuando observo desde la barrera no solamente la clase política, sino también la manera que tienen los ciudadanos españoles de abordar los temas políticos. Esta mañana he recibido una lista de políticos de diferentes partidos que están imputados en casos de corrupción. Ya la había visto. Son unos cien repartidos por toda la geografía española, incluidos los territorios insulares, que están bajo sospecha de haber cometido delitos diversos relacionados con su puesto en la administración.

La solución es tan fácil como dejar en suspenso la relación del presunto delincuente con el partido hasta que se aclare la cuestión. Pero los críticos de esta solución argumentan que de tomar esa medida, bastaría con que cualquiera acusase de lo que fuese a un político con cargo público para que tuviera que retirarse. Lo cierto es que es fácil imaginar a un político que tome decisiones opuestas a las propuestas por los partidos en la oposición y que «alguien», con tal de desacreditarle, le endilgue algún tipo de corrupción, de esas que se tarda años en resolver.

Lo que nos faltaba, ciertamente. Sin embargo, lo que me provoca este tipo de actitudes, tan realistas, por desgracia, y que me bajan del guindo a marchas forzadas, es pensar qué tipo de gentuza está en los puestos de gestión. ¿No era que persiguen el bien común, el interés de la gente, dejando de lado intereses particulares y partidistas? Parece que no, que la política ha cambiado y ya no es así. Eso en el mejor de los casos. En el peor, tal vez la política siempre ha tenido esta naturaleza.

Bien, en ese caso, propongo que se lleve a cabo la medida sugerida más arriba: que se retiren de la política temporalmente aquellos políticos imputados. Como los españoles, en general, nos comportamos en política como si estuviéramos en el patio de un colegio, lo más probable es que todos o casi todos los políticos acaben retirados temporalmente de cargos públicos y con un poco de suerte, se llegará a la quiebra de este sistema político en el que parece que la manzana sana es, cada vez más, la excepción.