La maldición equidistante

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Cada vez que una se retira, da un paso atrás para observar o para reflexionar. Cada vez que presento mis respetos junto con mis dudas al respetable público en las redes sociales. Cada vez que un tema me resulta demasiado complicado y me doy cuenta que opinar trae consigo un alto riesgo de patinar por ignorancia, alguien me desprecia porque interpretan que no me mojo, no me muestro, no me sitúo en ningún lado de la frontera. Soy «equidistante». Equidistante entre comillas porque es un insulto. Y te citan el versículo donde Dios vomitaba a los tibios. Y sacan pecho con su bandera (una o la otra) orgullosos porque ellos sí saben qué es lo correcto, dónde está la justicia y la verdad.

A todos vosotros os tengo que decir con todo respeto que no me importa nada vuestra mirada, vuestra reprobación y vuestro desprecio. Me da igual. Y voy a seguir dándole vueltas y preguntando, leyendo, analizando el tiempo que necesite o me dé la gana. Gritad lo que queráis vuestras consignas.

Yo hoy, sábado 7 de octubre, no estoy con mi bandera española en la plaza de Colón en Madrid, no solamente porque estoy en Jaén, sino porque mi corazón no está ahí, está aquí con mi familia. Pero mañana mi corazón estará en Barcelona. Con Felix Ovejero y aquellos catalanes que han permanecido callados e ignorados durante mucho tiempo. Los que no han votado el referéndum. Los que se quedaron huérfanos de partido político (socialistas y peperos) y trataron de unirse para crear una plataforma nueva y diferente. Y lo lograron. Y pasó lo que fuera después, pero lo hicieron.

Tengo amigos independentistas convencidos, como Marco Bassani, que casi me convence. Y les respeto. Como respeto a quienes creen en la unidad de España ciegamente. He dicho varias veces que mi modelo sería una España federal, sin escupirnos a la cara.

Pero más allá de los modelos ideales, de plantearse si la secesión es un derecho o no, hay algo que parece que olvidamos. La situación de los catalanes no nacionalistas ha llegado a límites insoportables. El que las empresas estén trasladándose muestra hasta dónde las cosas van en serio. Que haya profesores como Félix y tantos otros que estén pasándolo mal, ciudadanos de a pie, que tienen miedo, medios de comunicación, que no menciono por si las moscas, cuyos directores, amigos también, te cuentan el estado de terror que viven, cómo la arbitrariedad  ha tomado el poder, es un completo sinsentido.

Pero esa situación no ha sobrevenido de la noche a la mañana. Es el fruto de años en los que estos catalanes han estado completamente abandonados y olvidados. Cuando vi al rey decirles «No estáis solos», pensé que le faltó añadir «no como hasta ahora». Porque mientras los políticos del PP y del PSOE negociaban con los políticos nacionalistas y les daban más dinero y más poder, esta buena gente veía cómo caía el nivel de oxígeno y cada vez les resultaba más difícil respirar. Sentían la presión y la represión en sus trabajos, en la administración y se defendían o callaban, completamente solos. Muchos de los que hoy estaban con la banderita han votado una vez y otra a todos esos políticos del PP y del PSOE que perseguían victorias electorales y gobernaban «para todos» excepto para ellos, los catalanes olvidados.

Y por eso mi corazón mañana estará manifestándose con ellos. Estaré allí con mis dudas, mi necesidad de conocer, de escuchar, mi defensa de la ley y de la necesidad de que se modifique porque está al servicio de la sociedad y no al revés, y con mi idea de que la secesión debería ser algo posible. No así, desde luego, pero posible. Una secesión votada con garantías, sin pisotear a la mayoría silenciosa que mañana sale, por primera vez y se expresa. Sean tres o tres millones, estaré allí.

La sociedad-simulacro

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Reconozco que, tras el atentado de Barcelona, que me pilló fuera de España, me habría encantado escribir algo como lo que publiqué en noviembre del 2015 a raíz del atentado en París (aquí), donde afirmaba:

Este sinsentido se repite cada vez que hay un atentado, un ataque armado, una catástrofe. Es una situación que daña la capacidad de reacción de la sociedad civil. Alguien se preguntaba por qué nadie se había lanzado contra el tipo armado que les iba a matar. Falta de costumbre. No nos defendemos, pero lo que es peor, ni se nos pasa por la imaginación hacerlo sin permiso.

Las acusaciones, la justificación, la confusión generalizada. Me pregunto para qué todo esto. Me pregunto hacia dónde nos va a llevar esta merma social.

Desde entonces, esa merma social de la que hablaba ha crecido exponencialmente y ya es viral. Ahora se presenta a los terroristas como buenos chicos, que saludan a sus vecinos en la escalera. ¡Cuántos psicópatas no habrán cumplido con el sacrosanto ritual de saludar a los vecinos y parecer «buena gente»! ¿De verdad creen que los terroristas en la sombra iban a manifestarse como seres abyectos y desagradables ante sus vecinos? ¡Claro que no! ¡Es de 1º de terrorismo!

Ahora, las cosas se han deteriorado tanto que la gente de la calle no puede decir «terrorismo islamista» porque te llaman islamófobo, y cuando hay un atentado terrorista islamista se emplean gestos, códigos extraños, eufemismos. O se dice «islamista» seguido de una larga retahíla de disculpas, como si uno fuera culpable de algo pero, en realidad, no, que no es que te arrepientas de decir islamista, porque está reivindicado por islamistas pero no odias a toda la población adscrita de palabra, obra o pensamiento al Islam hoy, en el pasado o en el futuro (que es cada vez más turbio e improbable), sino que solo estás describiendo qué tipo de terrorismo es, dado que ha sido reivindicado por unos tipos (buenísimos vecinos y grandes personas, por otro lado) que pertenecen al Daesh y gritaban «Alá es grande» mientras mataban gente. Y oye, casi que mejor no decir nada, no vaya yo a ser una asquerosa islamófoba occidental capitalista.

Pues soy occidental y capitalista. Pero no islamófoba. Y el atentado de Barcelona, le pese a quien le pese, fue islamista. Si hubiera un grupo terrorista que matara en nombre, no ya de Dios, o de un país, sino de mi familia, de mi apellido, yo me sentiría fatal, me dolería en el alma, pero tendría que seguir llamando las cosas por su nombre. No somos lo que decimos, somos lo que hacemos. Y aunque no todos los musulmanes son terroristas , los terroristas que matan en nombre de Alá son musulmanes, pertenecientes a un grupo radical, muy radical, mega radical, pero musulmanes.

Se definen por sus actos quieres rompen carteles que piden paz porque lo piden en una lengua que no es la tuya. Y los que insultan. Los que acosan. Los que ridiculizan o se burlan. Los que emplean el humor para mostrar que no tienen miedo, y los que lo utilizan para esconder su miedo.

Pero no se habla mucho de las acciones que no se hacen o las palabras que no se dicen. El silencio cómplice, la pasividad agresiva. Esa es la estrategia social aprendida. No hablamos cuando hay que hacerlo, no actuamos cuando hay que hacerlo, y cuando finalmente pasa alguna desgracia, simulamos reaccionar. Demasiado tarde y de manera tan falsa que resulta obsceno.

Lo que hemos vivido tras el atentado terrorista islámico de Barcelona es la manifestación de una concatenación de simulacros: simulación de una independencia que no me molesta, excepto porque está machacando a una mayoría de catalanes silentes, ante los ojos de gobernantes que han dejado pasar el tren constitucional hace tiempo; simulación de indignación y dolor ante un atentado sin que apareciera una sola pancarta haciendo referencia a él, y donde las grandes ausentes eran las víctimas, inocentes, internacionales, turistas, paseantes, cuyas familias y amigos sufren de verdad. Y también el incendio simulado en redes sociales que se queda en las redes, donde se juzga, insulta, condena, tras un nickname o a cara descubierta, pero donde uno no se juega la piel porque siempre puede cerrar Facebook, o Twitter, incluso borrarlos, y donde la memoria es de pez.

La realidad: ante los atentados, no ha pasado nada. Nada va a pasar. No hay una sociedad civil que respalde esa indignación. Es un simulacro.

La madre de todas las liberalizaciones

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«No es la madre de todas las liberalizaciones…» dice Alberto Mingardi, director del Istituto Bruno Leoni (y amigo), congratulándose por el éxito de Carlo Stagnaro tras la aprobación del proyecto de ley sobre competencia, que ya es una ley en Italia.

La madre de todas las liberalizaciones es la misma madre de la próxima revolución, y se trata de la liberalización/revolución de la conciencia, que creo que, por desgracia, tardará bastante. Porque cuanto más observo y estudio, ahora que estoy de vacaciones y puedo permitirme ese lujo (más silencio y más estudio libre), más me doy cuenta de los enormes sesgos que tenemos al percibir la realidad.

La competencia es mala, el mercado es culpable, el Estado es un ángel (o un demonio), y Venezuela falsea las elecciones y a la vez muere de hambre y de falta de medicinas. Como el gato de Schrödinger, cuya existencia es indeterminada porque hay un 50% de probabilidades de que exista y 50% de que no exista, nuestra realidad es incierta porque es permanentemente sometida por nuestra percepción a la tortura de los sesgos, tantos como sean necesarios, para poder seguir instalados en nuestra poltrona, la de la «verdad-verdadera».

Decidimos descontando el arrepentimiento potencial de una posible equivocación, decidimos dependiendo de cómo se nos presenten las alternativas, dependiendo de si lo hacemos en público o en privado, distorsionando el coste y los beneficios de las elecciones. Eso en el día a día. Así somos los individuos, impredecibles. Uno de esos recursos para reducir el pensamiento a su mínima expresión es generalizar creando entes abstractos a quienes culpar de nuestros errores. Venezuela no comete fraude electoral, son personas determinadas, que siguen órdenes de otras personas. Hay responsables con nombres y apellidos. Pedimos tomar medidas, sanciones que no van a afectar a los responsables, y lo sabemos, pero eso calma nuestra impotencia, al sentirnos maniatados observando cómo asesinan a jóvenes con nombres y apellidos, cómo viven desnutridos y sin medicinas millones de personas particulares e inocentes, sin que la diplomacia internacional haya previsto nada al respecto.

El mercado y la competencia frente al Estado y la intervención son también dos polos opuestos que se prestan a estos sesgos. El truco número uno es definir arbitrariamente la competencia como la lucha asimétrica de la que hay que defenderse porque puede aparecer alguien mejor que tú, en vez de considerarla como un instrumento no coactivo que elimina privilegios. El segundo truco es asumir que el mercado es inmoral, o que las personas (todas) que participan en él lo son antes o después, porque es un caldo de cultivo para que se desarrolle la ambición insana, el egoísmo salvaje y que saca lo peor del ser humano. Mientras que la intervención estatal siempre es llevada a cabo por seres que se esfuerzan por el bien común, el cual conocen, anticipan y a cuyo servicio están. Que, oye, hay corrupción, pero no vamos a juzgar a todos los políticos por unas cuantas manzanas malas, que hay mucha gente trabajadora y honrada dándolo todo por el bien del pueblo. Y, mientras defienden estas consideraciones aseguran que los ricos son el mal y los banqueros lo peor. Por culpa del mercado, sin duda, y la competencia.

El ejemplo, por supuesto, es la crisis del 2008. ¡Mira que ha tenido que venir el Estado a solucionar los errores del mercado y aún andamos defendiendo sus bondades y el famoso orden espontáneo! No es que tales gobernantes no han hecho cumplir tal legislación, o que tales banqueros han mentido, con el consentimiento de los supervisores estatales, etc. No, eso no. Nos ha salvado la regulación, los reguladores, el Estado. Pero si algo no cuadra con esa explicación, no pasa nada, siempre va a venir un economista de reconocido prestigio a contarnos la milonga que haga falta, y mejor, más artículos estériles publicados.

Y lo mejor es que esas quejas serían ciertas si el libre mercado implicara que la economía funciona automáticamente, como un mecanismo, sin sesgos en la toma de decisiones, con previsión perfecta, sin esa pertinaz capacidad de meter la pata y equivocarnos de los humanos. La cosa es que el libre mercado es otra cosa, y el orden espontáneo también.

Pero no me hagan caso. No estoy en el ranking.

 

 

 

Lealtad institucional (o el truco del almendruco)

 

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Leo de pasada que Soraya Sáenz de Santamaría pide lealtad institucional a Cataluña para lograr una buena armonía. Y me  resuena esa palabra en la cabeza.

Es la misma que exhibe Iceta hacia Susana Díaz. O la que Susana Díaz no encuentra en la Junta de Andalucía. O la que se le asocia a los jugadores con su equipo. O la que reclaman los dictadores hacia su gobierno.

Trump de hecho, está calibrando la lealtad de unos y otros, para componer su gobierno. Y es normal. ¿Quién delegaría un cargo importante en el que las decisiones a tomar son determinantes del futuro de la nación a un tipo en quien no confías y que no te ha mostrado ningúna evidencia de que sus objetivos y los tuyos están alineados? Yo no.

Claro que en China, donde están recogiendo datos de la ciudadanía a mansalva y sobre todo tipo de cuestiones para, mediante técnicas de big data, «calcular» la lealtad de la gente, creo que se lo han tomado demasiado a pecho. Como en Venezuela o Cuba donde la deslealtad es penada con cárcel y tortura, vejación a los familiares y escupitajo al respeto por la dignidad humana.

Por eso me ha sorprendido tanto esta frase de Soraya. Y no es la única que usa ese témino con tintes demagógicos. Por lealtad institucional hay que aceptar los presupuestos, no dar mucha tabarra, no criticar demasiado, no manifestarse en la calle, no ser muy tocapelotas. No por afinidad ideológica sino por lealtad institucional. Y, claro, me quedo con las ganas de decirle a Soraya que no, que ella nos debe lealtad a nosotros, al pueblo español. Ella y Montoro, con su sablazo a nuestras carteras. Lealtad sería que no nos atracaran impuesto tras impuesto y rebajaran el gasto político, por ejemplo. Que revisaran los derroches en dietas, las subvenciones a amiguetes a nivel nacional, autonómico y local, por todos los partidos, empezando por los anti-casta.

Pero que Cataluña haga esto o lo otro no es lealtad institucional, ni debe Cataluña lealtad al gobierno, sino a los catalanes, muchos de los cuales están sometidos a una tiranía lingüística consentida por la leal Soraya.

Si quiere lealtad que haga algo para merecerla. Despolitizar el día a día de la gente, por ejemplo: la justicia y la educación sería un buen comienzo

 

 

 

No es ningún trofeo noble

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Por la espalda. Si me apuñalas. Sin testigos. Así, no es ningún trofeo noble. Eso dice la canción. Me viene a la cabeza cuando, a pesar de intentar desconectar, sigo recibiendo información de todos los colores sobre Donald Trump, lo que dijo, lo que no va a cumplir, lo que unos temen y lo que otros esperan.

Hay hasta una lista de las mejoras que supuestamente pretende poner en marcha, y gente en las redes eligiendo cuál preferiría y cual no. Algunos de ellos rechazaban a Trump como candidato abiertamente pero asumen que esto es lo que hay, estas son las cartas con las que hay que jugar. Incluso se traza una linea que une el Brexit, el triunfo de Trump y casi, la salvación de Occidente. ¡Bravo! ¡Hay vida más allá del establishment! ¡Hay algo no previsible en nuestra sociedad!¡Llega el cambio! ¡El que sea!

Yo no compro esa idea.

En primer lugar, estamos cebando la mentira política, supuestamente «necesaria» en campaña electoral. Si el programa de los candidatos es lo que los electores tienen como dato de partida, especialmente cuando ninguno de los candidatos ha gobernado con anterioridad (obviamente en un sistema bipartidista ambos partidos llevan turnándose toda la vida), y están autorizados a mentir, no se puede pedir voto responsable. Ante la falta de coherencia entre palabras en campaña y actos tras ella, el votante solamente puede fiarse de los medios, de su intuición, de lo que dice el vecino, y de aspectos que no tienen nada que ver con la política internacional o la economía del país, como por ejemplo, si es el KKK o Hollywood quien sale en los medios apoyando al candidato. ¿Cómo sabemos que nadie ha pagado al KKK para que apoye a éste o al otro para destrozar su reputación? ¿o que no hay promesas a determinados artistas para que apoyen al partido que sea? Tengo que aclarar que, en el caso de Trump, yo habría salido en todos los medios rechazando el apoyo del KKK. Por si las moscas.

El problema de Occidente que explica, entre otras cosas, que se estén produciendo estas decisiones populares inesperadas para muchos reside en el hartazgo unido a la disonancia cognitiva de los medios. Aquí toca un saludito a José Benegas quien a veces me invita a su programa JB Talks y con quien hablo precisamente de la disonancia cognitiva en la política.

Pero más allá de este tema, la elevación a los altares de un candidato indeseable que toma medidas correctas significa sancionar el utilitarismo como filosofía de vida de nuestra civilización. Todo vale. No, señores. No para mí. El utilitarismo es un motor de destrucción de los principios morales del liberalismo. En el momento en que todo vale, estamos dispuestos a sacrificar parte de nuestros valores en pos de otra parte que tenga más popularidad, que nos proporcione más focos, más éxito o que lave más nuestras conciencias.

Si Trump el Populista decide no cobrar su sueldo de presidente, bajar los impuestos, o incluso, si tomara medidas económicas que pusieran a Estados Unidos en lo más alto de la economía internacional, seguiría siendo Trump el Populista.

Trump sigue siendo tan despreciable, imprevisible y capaz de cualquier cosa como les parecía antes de ganar las elecciones. Que tome algunas medidas aceptables, incluso si merecieran un trofeo, no sería un trofeo noble. (Un beso, Noemí).

Basura golpista apoyada por diputados

Bravo. «Si asistes, ya sabes lo que eres».

Las cuatro esquinas del mundo

La «coordinadora» (sea esto lo que sea) que ha convocado una manifestación —lo más cerca que puedan del Congreso— el día de la investidura de Rajoy con el lema «ante el golpe de la mafia, democracia», a la que se ha unido con entusiasmo Izquierda Unida y que aplauden dirigentes de Podemos, han explicado sus razones aquí.

Está bien que sepamos qué pretenden los que convocan la manifestación para que los que asistan luego no nos cuenten películas. Es esto:

No a la investidura ilegítima [Como vemos, ya el propio título supone la afirmación de que lo que decidan los diputados elegidos por los españoles es un golpe de Estado]  

Al final el golpe del régimen se ha consumado [llaman golpe a la votación que harán, uno más uno, cada uno de de los diputados elegidos por los españoles, que han ido a votar dos veces en seis meses]

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La cirrosis populista

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Populismo. Si tomamos la definición de la Real Academia, el liberalismo es lo más populista del mundo. Defiende como nadie los intereses del pueblo, de todos y, en especial, de cada uno de los miembros de ese pueblo. Y persigue que cada cual obtenga lo que considere sin violencia de por medio. Sí, mediante el mercado. Allá donde no queremos balas, intercambiemos bienes. Pero eso ya no es más el populismo. Ahora, el populismo del siglo XXI es la pretendida ideología que persigue el poder sobre el pueblo para, en lugar de dejar que éste persiga sus propios intereses, conseguir que un puñado de salvapatrias no logren esos intereses, pero sí el favor popular repartiendo estratégicamente, de manera que su permanencia en el poder se alargue hasta el infinito y más allá. Se maneja con cuatro slogans sin solidez, del tipo «el rico es malo», repetidos desde las residencias presidenciales o las poltronas de los parlamentos, por gente que se enriquece. Y cuando ya son los más ricos y se les apunta, entonces aclaran, «¡No! el otro rico es el malo…» un poco como Les Luthiers y su «pobre desgraciado».

Leo en Facebook que Borges dijo una vez que los peronistas son gente que se hacen pasar por peronista para sacar ventaja. Esa sería la definición de populista moderno. Tal vez añadiría, con permiso del maestro, «para sacar ventaja del hígado de la clase media a base de impuestos». Pero lo cierto es que, nos guste o no, es un mensaje que ha calado y que viene ya en el ADN de las nuevas generaciones. Incluso si sucede lo imposible y populismo retrocede, de verdad, quedarán supuestos populistas en las venas de la política, como residuos nucleares imposibles de eliminar del todo. Imaginemos el escenario. La presidenta del nuevo gobierno, pongamos, Gloria Álvarez, (con todo mi cariño, Gloria), se hace cargo del gobierno de nuestro país imaginario. Nunca le dejarían poner en marcha un paquete de medidas de política económica liberal el tiempo necesario para que funcionase (al estilo Balcerovic), por razones clarísimas: vamos a morir todos, el cielo se va a desplomar sobre nuestras cabezas, nos van a invadir los marcianos… Por el contrario, vamos a pedirle a Gloria que haga alguna cosita para abrir los mercados, algo aceptable, que quede bien, y que además, mantenga todo el sistema de corsés anti-libertad que no dejan respirar a los mercados y que explican que no nos llegue la sangre económica al cerebro político. Y a continuación, Gloria sería destituída y todo el mundo diría «¿Ves? Solamente funciona el populismo». Porque le puedes añadir agua al vino, que sigue siendo vino. Y el populismo aguado con retoques de libre mercado es populismo. Y diría más. Las medidas liberales que se aplican de mala manera y sin cuidado para sacar ventaja también es populismo. Disfrazado de seda, pero populismo.

Y, hay que tener esto muy claro, se trata de gobernar de una manera diferente, no populista, a una sociedad que lo es y no quiere dejar de serlo. Ese es el reto. En Latinoamérica y en la Europa Mediterránea, claramente. Y cada vez más en el resto del mundo. Parece que a la gente le sigue mereciendo la pena no hacerse responsable ni de sus actos ni de su patrimonio. ¿Hasta cuando?

La esperanza de vida del populismo es variable y está directamente relacionado con el aguante del hígado de la clase media.

La marca verbal

  

 

No se ha extirpado la lacra del marcaje verbal. Las mujeres durante décadas éramos unas «frescas» simplemente porque sí, porque estábamos divorciadas, o solteras, o porque llevábamos minifalda, o porque fumábamos, o porque éramos profesionales rodeadas de hombres… Frescas. En general, en mi entorno, creo que afortunadamente las cosas han cambiado. No solamente porque los hombres y, especialmente, las otras mujeres que te señalaban con el dedo, han cambiado su punto de vista. También es diferente la actitud de quienes éramos acusadas de «frescas», que es como si te quieren llamar puta pero encima no tienen narices para hacerlo. No nos hacen sentir mal porque sabemos que se retrata quien intenta manchar tu reputación de una manera tan ruin.

Lo que no ha cambiado es ese tipo de marcaje verbal como herramienta de quienes no tienen argumentos. Ese atentado a la reputación sin razón, el marcar como al ganado, a fuego, una palabra que no viene a cuento, como ese «fresca» atribuido a una mujer libre. La misma mezquindad es la que lleva a determinados gurús de las redes sociales sin más expectativa que esa, a llamar «facha» a quien no piensa como ellos, sin razón, de manera indiscriminada. Te llaman facha porque hablas de privatizar, porque criticas al poderoso, a las empresas privilegiadas, a los malos gestores, a los políticos de todos los colores que despilfarran a cambio de votos. Por eso te llaman facha. Y si una televisión de la «secta» te publica un libro recogiendo tus intervenciones económicas, entonces, eres facha tú y lo es tu editor. Y a La Sexta hay que darle unas collejas. Porque lo dicen los gurús, y no es que haya leído el libro, ni visto vídeos, solamente han visto alguna intervención tuya, explicando tu punto de vista económico, desglosando datos, aportando razones, proponiendo alternativas. Pero no. Si Alzaga y Carreño dicen que eres un megafacha de la muerte, lo eres. Y tú una fresca. Qué rancia es toda esta «modernidad». Va por Juan Ramón y por Roger.

  

Dos son infinito

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Dos son los años que se cumplen desde que Leopoldo López entró en prisión. Le prendieron en la calle, ante los ojos de gentes de todo el mundo, que vieron en sus pantallas del televisor, en sus cuentas de Twitter y Facebook, cómo se produce un abuso de autoridad de manera impune, y cómo mantener la gallardía cuando esto le sucede a un hombre valiente como Leopoldo.

Todos sabemos de las humillaciones que ha sufrido él (seguro que no se conocen todas), su esposa, Lilian Tintori, y su madre. Sabemos que es uno de varios, que estos atropellos no son cometidos solamente contra su persona. Lo sabemos porque Lilian ha recorrido medio mundo denunciando la situación de indefensión frente el gobierno de Nicolás Maduro, y ha hablado por él y por sus compañeros. Lilian se ha fotografiado con todo el mundo, ha logrado el apoyo de todo tipo de instituciones, gobiernos de diferentes colores. Y hoy se cumple el segundo aniversario del encarcelamiento de Leopoldo. Ni las denuncias de Amnistía Internacional ni de nadie han logrado la liberación de Leopoldo.

Yo he leído a políticos españoles que pretenden liberar al pueblo del yugo capitalista, de la «casta» de políticos ladrones, declarar que no justifican la violencia contra ningún político pero que Leopoldo es culpable de inducir al asesinato. Él simplemente expresaba su protesta pacíficamente en la calle, pero en los más de doscientos folios de la Fiscalía se le acusaba de ser «el  determinador de los delitos de incendio y daño, autor del delito de intimidación pública y de asociación para delinquir», y se explicaba que en su discurso había mensajes subliminales que, no solamente inflamaron el sentimiento de la gente sino que determinaron actos potenciales, es decir,  llevaron a la gente a la violencia, en concreto la Fiscalía señalaba los discursos del 23 de enero, y 10, 12 y 13 de febrero. Por supuesto, ya hay declaraciones de un fiscal que, una vez a salvo de Maduro, ha afirmado que se aportaron pruebas falsas.

La importancia de estos dos años no reside solamente en el drama personal de Leopoldo López, sino en que representa la humillación a que está sometido el pueblo de Venezuela. La impunidad del gobierno para manipular los precios, las propiedades, la salud, las vidas de los venezolanos; la impudicia con que se mantiene a la gente en la miseria y se compran delatores y complices que, tal vez, en una situación económica diferente no actuarían así; la precariedad de la vida en Venezuela mantenida tanto tiempo que la voluntad, la esperanza, y hasta los valores, ceden, son intolerables, como si se tratara de un macabro experimento social a gran escala para comprobar como se va quebrando el alma de toda una sociedad.

Los dos años de prisión de Leopoldo son el infinito de una situación de secuestro de todo un pueblo bendecido por la ley y por la democracia. Son el infinito de una fractura de todo sistema democrático que se manifiesta cuando los políticos españoles a sueldo de régimen chavista preguntan en televisión la razón por la que no hay que respetar a un presidente elegido democráticamente por un pueblo.

Pienso en Maduro y en el tipo de decisiones que toma y creo que es un hombre lleno de miedo a su propia debilidad. Ese tipo de tiranos son los más peligrosos. Y mientras él se parapeta en su propia barbarie, no todo el pueblo venezolano ha rendido sus armas: los valores, la dignidad, la voluntad y la esperanza. Una esperanza diminuta en que tal vez este nuevo Parlamento sea capaz de cambiar algo. Tan diminuta como la piedra que lanzó David con su honda contra el gigante brutal, que cayó contra todo pronóstico.

 

El miedo

                                                  
 
El miedo es, sin duda, el enemigo a batir.

Te lleva a creer que amas, por miedo a la soledad, o a creer que no amas,  por miedo a la sociedad. Te empuja a que cumplas tus peores predicciones, a que irrumpas en los peores escenarios e inspira tus peores actos. El miedo a saber, o a no saber, nos lleva a tapar lo que percibimos, a negar esos momentos de lucidez disruptiva, a renegar de la intuición, a quedarnos con la explicación de todo el mundo, con la guía turística de la vida que te cuenta lo que hay que ver a grandes rasgos, pero no te deja saborear de los lugares y las gentes más puros, únicos, auténticos. 

El miedo al dolor, a extrañar la mano, la mirada y la presencia, te susurra al oído «déjalo ir, no mires, no escuches, no sientas». Palabras que en realidad significan «no vivas» o tal vez, no vivas tanto, no del todo. Como si solo lo amable fuera aceptable, como si lo feo no fuera también parte de la hermosura de la vida, como si las lágrimas derramadas fueran menos amor torrencial que la pasión y la felicidad compartida. Ese miedo que nos lleva a gritar «deja ya de manar» a la sangre que brota incesante de la herida. Para, que no puedo más. Para, que tengo miedo a dejar de sentir, anestesiada por el propio dolor.

Ese terrible enemigo del ser humano es como el veneno, que te salva la vida cuando se administra en pequeñas dosis, pero resulta letal de otra manera. En general, no estamos acostumbrados a manejarlo. Por eso nos inventamos a Thor, dios del rayo, para que explique lo que no alcanzamos a entender. Porque la incertidumbre y la ignorancia da vértigo. Y es más fácil identificar nuestra ignorancia con un dios cruel o bondadoso que aceptar que, sencillamente, no sabemos, que todo puede ser, que tal vez la tierra es como la veo, según donde me sitúe, y puede hasta ser plana. Esa sensación tan incómoda que tenemos ante lo que ignoramos, como si cualquier cosa pudiera valer y te tocara elegir tu propia respuesta, con la responsabilidad que eso implica. Esa elección que quienes tienen fe han resuelto de un plumazo (eso dicen ellos): «Mi fe me ayuda en estas ocasiones». Y se agarran al relato religioso de la trascendencia o de cualquier otra cosa fuera como si fuera el árbol para el koala y así se eliminara la humanidad del misterio que nos impone nuestra condición limitada. 

Como la hiedra, el miedo echa raíces y, si no lo extirpas de cuajo y dejas pasar el tiempo, levanta tus cimientos y toma posesión.

Combatir el miedo es asumir las limitaciones y tener fe en algo que no está fuera sino dentro de ti. Una fe en algo que no vemos pero que asimilamos como algo cierto, incluso sin que medie una teoría científica demostrada, aceptada. Es columpiarte en el trapecio sin red y saltar al vacío esperando tu mano, la que no veo pero está.