El río está revuelto: hagamos un paréntesis. O dos.

 

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Cada vez con más frecuencia, se me mira de reojo, se me señala con el dedo y se me acusa de no estar sobre la linea. Esa que marca lo que debe ser, lo que debo pensar, lo que un libertario mega-austro-paleo-super-nosequé, que son la única especie de libertario que existe, defiende. Y, curiosamente, muchas veces me suena más a «bajo-palio» que a «austro-paleo» (alguno de los cuales conozco y respeto). El viejo truco de jugar con las etiquetas para arrogarse la autoridad de trazar el camino, señalar la luz y separarla de las tinieblas.  Un aburrimiento.

No por nada. Yo no me aburro fácilmente. Es que son los mismos argumentos, el mismo olor a rancio, la misma mirada, que ya me lanzaron a las tinieblas hace mucho tiempo, y que me destierran allí de vez en cuando, cada cierto tiempo, cuando cuestiono lo que veo.

Yo cuestiono la deriva que está tomando el libertarianismo y/o liberalismo clásico (perdón, que ya sé que alguno es muy tiquismiquis con esto, pero en España nadie habla de libertarianismo, apenas tiene claro la mayoría de la población qué es eso del liberalismo; claro que también sé el afán por inventar «palabros» que tienen esas mismas personas tan quisquillosas con las definiciones; personalmente, a mí basta con que me llamen María). De repente el Estado ha dejado de ser el enemigo de la libertad y ahora lo es el feminismo (de izquierdas, porque al feminismo individualista ni lo consideran, especialmente porque les obliga a ceder y plantearse que hay una mentalidad machista que tira de espaldas, como cuando no se ha aireado una habitación por meses… que igual les gusta porque ya se sabe que el macho-macho ama oler mal; y que mostrar ese hecho no implica ser estatista). El enemigo no es el Estado sino el secesionismo (y ahí, el nacionalismo de un lado y otro se hace más violento si cabe). El enemigo no es el Estado sino los gais, la diferencia sexo/género (ojo! yo NO defiendo la ideología de género, y no tengo que dar explicaciones, miren YouTube), las familias no convencionales y, ya puestos, el pensamiento no pautado sino espontaneo, la respiración sin permiso. Porque «eso» y mucho más van a destruir la civilización.

Gran error, amiguito. «Eso» va a destruir … ya ha destruido el orden que tú conoces, tu status quo, tu mapa de poder en la sociedad. Las instituciones son evolutivas, cambian, no mutan diseñadas por un plan. Y no me refiero al Senado o a sistema educativo (ojalá dejaran que evolucionara, ¿verdad Laura Mascaró?). Me refiero a las instituciones espontaneas. Igual que el cambio tecnológico YA ha sucedido y ahora toca ir amoldándose, el cambio que tratas de evitar, ya ha pasado y solamente te queda aceptar que no puedes revertirlo.

La diferencia entre quienes somos periódicamente enviados al Averno (os saludo compañeros, no os nombro pero sé que sabéis que os miro a vosotros) y quienes nos mandan allí es que a nosotros no nos molestan los palios mientras no nos los impongan. Siempre que cada cual acepte su responsabilidad, con cárcel si hace falta. Sin privilegios, ni chanchullos por el bien de la causa. Yo entiendo que tenéis que aprovechar esta «ventana de ocasión» que ha propiciado el esperpento de Trump, la confusión creada por la radicalización de la derecha en Europa, que aparece, de nuevo, (es que no tienen imaginación) como salvación necesaria y única frente a las hordas de la izquierda radical (que son reales, por otro lado), contra el Islam asesino, contra… (y aquí es cuando ante este río revuelto, los pescadores no son lo que parecen)…¡contra usted mismo! que no sabe lo que le conviene a la civilización. Y te dicen, «mire usted, que yo no pido subvención, estoy por la bajada de impuestos, respeto (descalifico pero respeto) a quienes no piensan como yo… pero créame cuando le digo «ARREPENTÍOS PORQUE EL FINAL ESTÁ CERCA». Así no se puede.

Todos ellos se olvidan de que la defensa de la libertad/responsabilidad individuales, el principio de no-agresión y la no-coacción no implican negar evidencias, imponer cánones morales, y tratar de sacar tajada amedrentando (justo como hace, mira tú qué cosas, la izquierda más bruta que tanto detesto). Digan lo que quieran, insulten, vociferen,  pero no traten de suplantar el espíritu libertario, donde caben todas las religiones que acepten esos principios, y todos los modelos de familias con el mismo requisito, y se pueden analizar todos los problemas que se pongan encima de la mesa, siempre que sea desde una perspectiva individualista no coactiva. Desde la hoguera a la que me condenan, yo no me callo. No me quema el fuego.

 

 

 

#youtoo

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El pasado 14 de octubre la Academia de Hollywood expulsaba al productor Harvey Weinstein debido al escándalo en el que se ha visto envuelto tras ser acusado por diversas actrices de acoso y abuso sexual.

A partir de ahí se puso en marcha una campaña para visibilizar el acoso y el abuso sexual a mujeres que durante décadas han permanecido en silencio. La respuesta a la campaña ha sido espectacular. Muchísimas mujeres, con el hashtag #metoo (yo también, en español) han contado la terrible experiencia que sufrieron hace años, o meses, o ayer. Mujeres del mundo del cine, de la moda, mujeres conocidas y anónimas han participado abiertamente. Incluso otras muchas que no sufrieron abusos han puesto el hashtag #metoo y han manifestado su apoyo. Lo he visto hasta en hombres cuya intención era aportar su granito de arena y sumarse a la causa.

Pero me pregunto cuál es esa causa. Porque si se trata de evitar que sigan sucediendo esas situaciones, en silencio, con la complicidad de hombres y mujeres, en el trabajo o en la familia, creo que esta campaña no lo va a lograr. ¿Por qué? Porque el culpable queda en la sombra. No fue el caso de Weinstein, quien fue señalado por actices concretas que contaron lo que pasó y cuándo. Eso es efectivo. Eso permite que se tomen medidas, que haya repudio social contra personas concretas. Pero ¿de qué sirve levantar la mano y decir que abusaron de ti o te acosaron pero no dices quién? Sirve para seguir dándole poder al que te hizo eso. Sirve para perpetuar el silencio. Sirve para trasnmitir el mensaje de que no hay que avergonzarse pero el culpable no va a pagar por ello. Desde mi punto de vista es una manera de dar un paso hacia adelante pero no se soluciona lo que se pretendía.

Entiendo que ante un hecho semejante, una persona está en su perfecto derecho de, por las razones que sean, decidir no contarlo. Puede ser que no sea bueno para su recuperación. O no de momento. Hay infinidad de razones en las que no voy a entrar porque no es ese el tema, y sobre las que nadie tiene derecho a hacer un juicio de valor. Y entonces decide solucionar las consecuencias por su cuenta, acudir a terapia, contarlo a personas concretas sin hacerlo público. Todo eso me parece más que respetable. Pero si decides denunciar el silencio cómplice,  decir #youtoo (tú también) señalando a quien abusó, es mucho mejor que #metoo y seguir permitiendo que el silencio y el miedo sean la garantía de inmunidad de quien te hirió.

La madre de todas las liberalizaciones

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«No es la madre de todas las liberalizaciones…» dice Alberto Mingardi, director del Istituto Bruno Leoni (y amigo), congratulándose por el éxito de Carlo Stagnaro tras la aprobación del proyecto de ley sobre competencia, que ya es una ley en Italia.

La madre de todas las liberalizaciones es la misma madre de la próxima revolución, y se trata de la liberalización/revolución de la conciencia, que creo que, por desgracia, tardará bastante. Porque cuanto más observo y estudio, ahora que estoy de vacaciones y puedo permitirme ese lujo (más silencio y más estudio libre), más me doy cuenta de los enormes sesgos que tenemos al percibir la realidad.

La competencia es mala, el mercado es culpable, el Estado es un ángel (o un demonio), y Venezuela falsea las elecciones y a la vez muere de hambre y de falta de medicinas. Como el gato de Schrödinger, cuya existencia es indeterminada porque hay un 50% de probabilidades de que exista y 50% de que no exista, nuestra realidad es incierta porque es permanentemente sometida por nuestra percepción a la tortura de los sesgos, tantos como sean necesarios, para poder seguir instalados en nuestra poltrona, la de la «verdad-verdadera».

Decidimos descontando el arrepentimiento potencial de una posible equivocación, decidimos dependiendo de cómo se nos presenten las alternativas, dependiendo de si lo hacemos en público o en privado, distorsionando el coste y los beneficios de las elecciones. Eso en el día a día. Así somos los individuos, impredecibles. Uno de esos recursos para reducir el pensamiento a su mínima expresión es generalizar creando entes abstractos a quienes culpar de nuestros errores. Venezuela no comete fraude electoral, son personas determinadas, que siguen órdenes de otras personas. Hay responsables con nombres y apellidos. Pedimos tomar medidas, sanciones que no van a afectar a los responsables, y lo sabemos, pero eso calma nuestra impotencia, al sentirnos maniatados observando cómo asesinan a jóvenes con nombres y apellidos, cómo viven desnutridos y sin medicinas millones de personas particulares e inocentes, sin que la diplomacia internacional haya previsto nada al respecto.

El mercado y la competencia frente al Estado y la intervención son también dos polos opuestos que se prestan a estos sesgos. El truco número uno es definir arbitrariamente la competencia como la lucha asimétrica de la que hay que defenderse porque puede aparecer alguien mejor que tú, en vez de considerarla como un instrumento no coactivo que elimina privilegios. El segundo truco es asumir que el mercado es inmoral, o que las personas (todas) que participan en él lo son antes o después, porque es un caldo de cultivo para que se desarrolle la ambición insana, el egoísmo salvaje y que saca lo peor del ser humano. Mientras que la intervención estatal siempre es llevada a cabo por seres que se esfuerzan por el bien común, el cual conocen, anticipan y a cuyo servicio están. Que, oye, hay corrupción, pero no vamos a juzgar a todos los políticos por unas cuantas manzanas malas, que hay mucha gente trabajadora y honrada dándolo todo por el bien del pueblo. Y, mientras defienden estas consideraciones aseguran que los ricos son el mal y los banqueros lo peor. Por culpa del mercado, sin duda, y la competencia.

El ejemplo, por supuesto, es la crisis del 2008. ¡Mira que ha tenido que venir el Estado a solucionar los errores del mercado y aún andamos defendiendo sus bondades y el famoso orden espontáneo! No es que tales gobernantes no han hecho cumplir tal legislación, o que tales banqueros han mentido, con el consentimiento de los supervisores estatales, etc. No, eso no. Nos ha salvado la regulación, los reguladores, el Estado. Pero si algo no cuadra con esa explicación, no pasa nada, siempre va a venir un economista de reconocido prestigio a contarnos la milonga que haga falta, y mejor, más artículos estériles publicados.

Y lo mejor es que esas quejas serían ciertas si el libre mercado implicara que la economía funciona automáticamente, como un mecanismo, sin sesgos en la toma de decisiones, con previsión perfecta, sin esa pertinaz capacidad de meter la pata y equivocarnos de los humanos. La cosa es que el libre mercado es otra cosa, y el orden espontáneo también.

Pero no me hagan caso. No estoy en el ranking.

 

 

 

Palabras mayores

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Hablo con una amiga que lee Afrodita desenmascarada. Y de la conversación me brotan de nuevo las ganas de escribir sobre lo que de verdad me apetece, sobre lo que se me cruza por la cabeza. Sea o no política, sea o no economía, siempre será sobre algo humano. Sobre la emoción de un nuevo proyecto (siempre hay uno en el horizonte, como mínimo), sobre la frustración de la comunicación, sobre la inutilidad de los «nunca-suficientemente-alabados» avances de la ciencia. Curamos el cuerpo, y no siempre, y no sabemos casi nada de lo más divertido de la mente, ni podemos demostrar casi nada de lo que no es meramente carne, huesos y sangre. Hacemos volar cohetes espaciales y no sabemos qué aconsejar a un alumno de primer curso que no sabe qué quiere hacer con su vida. Teoría de sistemas, psicología de las finanzas, fragilidad de las instituciones… y al final, estudies lo que estudies, leas lo que leas, te vas a la cama con la sensación de que la solución va por otro lado, por un sitio que ninguno de nosotros ni siquiera adivinamos, que no llegamos a sospechas de lo sencilla que es. Y mientras tratamos de acertar, nos entretenemos haciendo lo que podemos, justificándonos, exhibiéndonos u ocultándonos, y consintiéndonos un poquito de verdad, la real, la que reside en la belleza, de la que hablo con Ricardo, la que perciben los niños, la que nos calma la ansiedad. La única verdad.

Y ahora llamadme hereje. Qué le vamos a hacer. Un beso, Cecilia.

La muerte y yo, querido Ricardo

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¿Te acuerdas, Ricardo, que te escribí hace años sobre mi problema con los grupos? Hoy te voy a contar lo que me pasa con la muerte. Me da miedo.

Me da miedo la muerte, pero no por lo que cualquiera podría pensar: el fin de la vida tal y como la conozco. Eso no me asusta. Mis hijos hace tiempo que son mucho mejores personas que yo y tienen las herramientas adecuadas para ser felices y buenos, para elegir y salir adelante con sus aciertos y equivocaciones.

Lo que me da miedo de la muerte es lo que van a hacer conmigo.

Quienes me quieren van a exprimir mi recuerdo para retenerme, o para superar mi ausencia. Van a contar en voz alta cosas que nunca hice, o que sí hice pero no con tan buena intención, van a resaltar esos aciertos sin querer que todos a veces tenemos.

Quienes no me quieren se van a ocupar de lo contrario, o bien van a disimular haciendo como que siempre me apoyaron. Los peores esconderán su mezquindad bajo la mullida alfombra de la lisonja y de la alabanza falsa. Y quienes sepan de esa hipocresía no serán capaces de denunciarlo por respeto, tal vez, a la propia muerte o a mí. Un respeto mal entendido pero comprensible, desde mi punto de vista, que sale del corazón de las personas nobles que no se enzarzan en barros ajenos aunque les pese la injusticia y la maldad de los demás.

La oficialidad reina siempre en la posteridad de quienes se han ido. Y, de repente, quienes nunca estuvieron vinculados a ti, más que por lazos diplomáticos y sociales, esas lianas con las que la sociedad occidental nos anuda y, a menudo, nos ahoga, aparecen y se sientan en la cabecera de la mesa, justo cuando te vas, a pesar de que, en vida, hayas logrado aflojar los nudos para respirar, incluso si te has desvinculado de corazón pero no lo has proclamado a los cuatro vientos. Tras la lápida llegan los «titulados» con papeles. Y tú, que siempre consideraste absurdo todo ese entramado, que entregas el corazon sin mirar más, te ves manipulado, mal interpretado, desdibujado ante los demás mortales que esperan su turno. Y ya sé que quienes hacen esas cosas no siempre lo hacen por aprovecharse de la situación. A veces simplemente reaccionan cuando ya te has ido porque no tuvieron valor de tratar la desconexión cuando estabas. O mitigan el dolor que sienten de verdad por el cariño histórico que te han tenido. Tengo una lista con nombres y apellidos de gente que lo va a hacer cuando me toque irme. No, no me mires así, no los voy a decir en alto. Pero ¿te parece justo? Lo observo cada vez que alguien nos deja, querido Ricardo. Y no quiero que pase eso conmigo.

La muerte es la excusa para la hipocresía. Como las buenas intenciones. Hieren pero siempre se perdonan.

(Esta entrada está dedicada a mi amigo Ricardo Basurto, porque hace mucho que no le dedico nada y ya va siendo hora).

 

Entre el ruido y el silencio

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Decía Henry David Thoreau que hay muchas cosas hermosas que no podemos decir si tenemos que gritar. Explicaba, en su obra Walden, que el pensamiento necesita su espacio antes de salir de la mente, como la bala lo necesita para encontrar el rumbo a la diana. Y ese espacio es silencioso, personal e íntimo.

Cualquier cosa menos lo que vivimos en nuestra sociedad. La protesta es sin argumentos, a gritos, ofensiva, mal encarada. No solamente se trata de las falacias lógicas que entorpecen la comprensión del argumento, es que a veces solo existen falacias entorno a la nada, porque no hay razones o ideas que aportar. Es una lucha en el barro, grito a grito, sofisma a sofisma, y en España, autobús a autobús. Gastar el dinero de tus patrocinadores en fletar un autobús con un slogan que dice lo que tienen o no unos y otros entre las piernas es patético. Si esa es «la lucha» merecemos exactamente lo que tenemos.

Como si el tema de la identidad fuera tan simple. Como si todos esos que se sienten tan graciosos porque su campaña de marketing ha funcionado, en un sentido o en otrom, tuvieran la más remota idea de qué te hace ser quien eres y no otro. Tras las funciones que desempeñamos, los roles, las sonrisas de plástico (o de verdad), muchos de nosotros, a veces, nos hemos sentido perdidos y hemos pensado ¿quién soy yo? ¿quién es esa persona que se levanta automáticamente al oir el despertador y cumple su tarea diaria como un robot sin alma?. (Yo además pienso ¿qué hago aquí? Pero esa pregunta solamente la entienden personas como Gabriel Zanotti, que esperan conmigo la llegada de la nave).

Ya no hay «deja que te explique». De lo que se trata es de ser virales. Absurdos, pero virales. Insustanciales, pero virales. Ofensivos gratuitamente, pero virales. Sin preocuparnos lo más mínimo por toda la filosofía y los valores que arrastran nuestras palabras, los conceptos que usamos y tiramos, pisoteando siglos de civilización.

Pero, además del grito en twitter o facebook, está la sociedad del silencio pasmado, que lee y calla. Gente que asiente sin convicción, que se traga lo que dice la tele, retuitea sin pensar, y que asiste, sin poder creerlo, al desmoronamiento de la realidad, ahora que unos y otros se acusan de mentirosos. La manipulación mediática via intravenosa tiene este problema. De repente, la serie de unos y ceros se descompone y todo desaparece como en Matrix. Era verdad lo de basar tu vida en principios sólidos y no en informativos, tuits y programas basura. Era verdad que el periodismo de todo a cien tiene consecuencias más graves de lo previsto, porque tu mente, capaz de la mayor de las genialidades, se amolda a la más simple de las mediocridades, y se atocina.

En las universidades, centros de conocimiento y excelencia, los alumnos impiden que profesores invitados den su charla y agreden a los profesores del centro que intentan frenarles*. ¿En qué país? ¿De qué bando? En el país de la libertad y del bando que se erige en autoridad moral. Resistencia, dicen. Se resisten ante la victoria electoral del otro. No resisten frente a una invasión enemiga. No se trata de un ejército de aliens que viene a devorarnos vivos.

Es la frustración ante un fracaso inesperado. Obviamente, no es un tema geográfico. Podría pasar en cualquier país. Y los del otro bando también se erigen en autoridad moral y practican otro tipo de violencia, no física (afortunadamente), pero sí la agresión de la sordera pertinaz de quien no dialoga, la de quienes atosigan, mienten, juzgan y condenan sin más, al aluvión.

Entre el grito y el silencio pasmado queda el diálogo, la reflexión silenciosa, la escucha, el asistir como espectadores a lo que el otro tiene que contar, y como actores ofrecer lo que nosotros pensamos. Claro que es un esfuerzo. La conversación es un arte. Porque no se trata de mostrar al mundo lo que sabes, ni de torturar al otro con tu vida, ni de tomar cada charla como un ring de boxeo en el que hay que salir victorioso a cualquier precio. Es un arte en peligro de extinción que require considerar a la persona que tienes enfrente, saber escuchar, saber expresarte sin herir. Vamos, convivir. Y eso, a día de hoy, es lo menos importante. Lo importante son los autobuses.

 

  • Se trata del incidente sufrido por el profesor Charles Murray en el Middleton College (Vermont).

La insoportable acción pacífica

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Me he dejado seducir, de nuevo, por la primera temporada de la serie The Leftovers. No es de las mejores. El guión, el ritmo… no es de las que recomendaría. Pero me atrae el enfoque general de las dos cuestiones básicas alrededor de las cuales se entrelazan las historias de sus protagonistas. Una es la aceptación de un hecho inimaginable del que no hay culpables, tanto por cada persona, como socialmente. La segunda, y en la que me voy a centrar, es la resistencia pasiva.

De un día para otro el 2% de la población mundial desaparece, se esfuman del lugar que ocupaban en ese momento:hijos, amantes, esposos, vecinos, bebés en el vientre de la madre… Tres años después, el pueblo en el que transcurre la acción sobrevive a su manera, con incredulidad, con resignación, con dolor, con rabia, tratando de seguir el día a día, casi como si no hubiera pasado nada. En medio de la recuperada normalidad, que es aparente, algunos vecinos se han unido en un grupo que no quiere que se olvide a los desaparecidos, que se niegan a glorificarlos porque es una manera de normalizar su ausencia y sobreponerse a ello en falso. Son los Guilty Remnant (los remanentes culpables). Quieren que haya una reflexión general sobre el significado real del drama que todos han vivido.

Lo que hacen es simple: visten de blanco, fuman, se niegan a hablar, pero están presentes en medio de las carreteras (sin parar el tráfico pero haciéndose visibles), al salir del trabajo, en los supermercados, miran a los ojos de la gente con ojos inquisitivos, sin pronunciar palabra, con su ropa sencilla, sin arreglarse y con sus cigarros en la boca, sosteniendo carteles con mensajes claros y simples: «¿Por qué les olvidas?», «No mires a otro lado», y cosas así. Nada ofensivo. Nada insultante. Y, sin embargo, tras tanto tiempo haciéndose presentes, la gente no se ha acostumbrado y les odia, les insulta, les ataca. Ellos no se defienden, mantienen su actitud, sin pronunciar palabra. Retiran a los heridos, se visten sus uniformes blancos, siguen fumando, emprendiendo acciones concretas y eficientes. Cada vez más personas se les unen, huyendo de una sociedad hipócrita que no sabe curar sus heridas.

Cuando alguien pregunta a los vecinos del pueblo qué es lo que tienen en contra de los Guilty Remnant, no saben qué decir. Su presencia es una provocación: fuman, un gesto de lo más transgresor; no hablan, en un mundo donde todo el mundo opina, se explica, dice, considera. Su mirada culpabiliza la actitud evasora de la sociedad, y de cada uno de los vecinos, que prefieren pasar la página.

Es una actitud poderosa. No se presentan a la alcaldía, no dependen de los logros de sus campañas. Y sin embargo, consiguen remover conciencias, cuestionar a cada individuo, atrapan la mirada, y  fuerzan un cambio de actitud o un posicionamiento en la gente.

Cuando alguien me cuestiona qué hacemos los liberales más radicales, los que decidimos no votar, pero sí participar opinando, escribiendo, leyendo, pienso en los Guilty Remnants y su resistencia pasiva, en sus acciones pacíficas y en su éxito. Y también pienso en la actitud de la gente que se siente agredida solamente con la presencia de un disidente que cuestiona lo políticamente correcto, como bajar el gasto público, devolver el dinero a los bolsillos de la gente, permitir que los padres elijan la educación de sus hijos, impedir que los políticos manipulen la moneda directamente o a través del banco central. Y sobre todo, con quienes miramos inquisitivamente a quienes votan la sumisión.

Y cierro esta reflexión con la cita que Edward López trajo a Facebook. Son palabras de Giancarlo Ibargüen, quien hará un año que se fue el próximo 9 de marzo:

«No dejes que nadie te robe la pasión por lo que haces, y menos aún por la vida. Camina con dignidad y la cabeza bien alta sabiendo que vives una vida consistente con tus valores morales y tus principios. No dejes que nadie te impida construir un mundo mejor».

 

Elogio de lo privado

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«Una de las señales más claras de la degradación de los valores de la libertad es el recelo ante lo privado«.

Con esa frase me despierta la newsletter de Carlos Rodríguez Braun este lunes por la mañana.

El recelo no es una condena. No es una espada clavada en el corazón a plena luz del día. Es mucho más sutil. Es una jeringa rellena de veneno que no deja rastro, es la sospecha de que algo no está bien. Hablamos de conjeturas fundadas en  meras apariencias. Es esa sensación de que, no sé, pero fíjate que me parece que esta gente no es de fiar. No llega a prejuicio, no hemos afirmado nada, es un aroma que no reconocemos pero que, por si las moscas, condenamos. Mejor no confiar. Y que venga lo que sea.

En este caso, si apartamos lo privado, contra todo pronóstico, no nos sobreviene lo público, que suena a pueblo, con esos aires silvestres, frescos, sociales y bondadosos, como el mito del buen salvaje. Nos sobreviene lo estatal, pautado por iluminados, impuesto por salvapatrias, con o sin formación. Nos llega un campo abonado para que florezca el riesgo moral en todas sus modalidades. La corrupción no es solamente lo que falta cuando alguien roba, no se ciñe simplemente al servicio no prestado o al bien no provisto por desviación de los fondos destinados a la prestación de uno y la provisión del otro. La corrupción es la lepra de la conducta. Una vez la acaricias te impregna y ya todo vale, porque total, qué más da, todos lo hacen. ¿Quién no ha mentido alguna vez? ¿quién no ha copiado en un examen? ¿quién no ha omitido? Y se equipara la naturaleza imperfecta con una manera de actuar podrida, que se generaliza, que se esconde detrás de las pantallas más fantásticas e irresistibles: lo sagrado, la patria, el bien común, la salud, los débiles, los menos favorecidos. De manera que el corrupto usa la compasión ajena, se disfraza y se mezcla con la inocencia del «buenista», el tonto útil, que solo quiere que haya paz en el mundo, como las jóvenes candidatas a Miss Universo.

El recelo, la mirada impregnada de sospecha hacia lo privado, como dice Carlos Rodríguez Braun, es una de las señales más claras, no la única pero sí de las más claras, de que estamos asistiendo a una grave transgresión de los valores de la libertad.

Recuperar la dignidad de lo privado implica, para quienes creemos en ello, una reflexión que necesariamente ha de hacerse desde la más profunda humildad. Y la reflexión es la siguiente. ¿A qué atribuimos la pérdida de esa dignidad? ¿Solo las palabras son capaces de arruinar la evidente bondad de lo privado? ¿o acaso no hemos sido ejemplares o no hemos señalado a quienes no lo han sido? Porque si la libertad implica responsabilidad, el abuso, las malas artes, el engaño bajo la mesa, deberían tener consecuencias, y deberíamos ser nosotros quienes lo señalaran. Usted roba. Usted compadrea con el gobierno. Usted acepta prebendas. Usted tiene privilegios. Usted estafa al mercado. Usted hace mal uso del término «privado», proque «privado» no es sinónimo de trapicheo, de mercadillo, de casino con ruletas trucadas.

En el ámbito privado, el repudio es una acción honorable, y repudiar lo inmoral a cara descubierta debería estar a la orden del día, aunque sea políticamente muy incorrecto. Sin embargo, a menudo nos preocupa que vayan a decir que, siendo liberales bloqueamos o silenciamos en twitter, o que siendo liberales no debatimos con neonazis, o que siendo liberales no admitimos a todo el mundo. Y, lo cierto, es que no lo hacemos porque somos libertarios y valoramos el ámbito de lo privado. Otra cosa es que el debate intelectual tienda a ser amplio, limpio, total. Pero sin olvidar que hay límites. Y que lo privado es el foso que salvaguarda el castillo de los valores de la libertad. Si se deteriora lo privado, si la mirada hacia lo privado se tiñe de temor, será muy difícil restaurar esos valores.

  • NOTA: Yo tampoco debato con neonazis ni con personas que defienden las bases del pensamiento neonazi, es decir, la supremacía basada en la raza. Como éste:

El 2017: sin intenciones

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Dicen que el infierno está lleno de buenas intenciones que se quedaron en eso, proyectos de acción sin materializarse. Uno de los males del 2016, que casi es un mal de nuestro tiempo, consiste en adivinar las intenciones de unos y de otros. Los más osados, que son mayoría, los profesionales de barra de bar y juicio rápido, que suelen poblar nuestras universidades y nuestras televisiones, han pasado al nivel siguiente en el que la gracia está en atribuir intenciones al gusto y elaborar argumentos conspiranoicos contra el otro.

Hay una conspiración para destruir la familia, a la mujer, al hombre, la democracia, esta religión, la otra religión, Occidente, Oriente, la civilización, la naturaleza, el planeta Tierra y la galaxia entera. Los podemitas, las feminazis, los fachas, los machistas, los masones, los moros, los ateos, los católicos, los homosexuales, los heterosexuales… cuando dos o más personas afines se reúnen es para montar una conspiración contra algo. Y todos esos grupos son contra los que hay que combatir con las armas que sean: la mentira, la difamación, el insulto y lo que haga falta. Para el tipo de a pie que mira (y vota, y paga impuestos, y sale adelante como puede) es muy difícil no caer en la credulidad de aceptar que vienen contra nosotros y hay que hacer algo. Es un instinto humano sobrevivir, y se tienen más posibilidades de que no te coma el león si te pones en lo peor que si te pones en lo mejor. Así que las conspiraciones vienen con el refuerzo extra del «no vaya a ser que sea verdad».

Una de las miles de lecciones que le debo a Juan Carlos Cachanosky, que nos falta desde hace 365 días y no hay remplazo, es la que pone por delante de las intenciones el poder aplastante de la acción. Lo que te avala es lo que haces. No lo que dices, lo que la sociedad supone,  lo que tu círculo necesita creer, lo que parece, o lo que se te atribuye, sino lo que efectivamente haces. Él era un hombre de acción: en positivo y en negativo. Se apartaba de las personas tóxicas y avanzaba paso a paso por el camino de lo que él creía que era coherente. Proponía acciones, te animaba a perseguir lo que te hiciera feliz, a escribir, a estudiar, a seguir adelante. Y eso es lo que he visto en quienes continúan con su legado, de quienes aprendo cada día y con quienes me siento orgullosa de trabajar: Wenceslao, Alejandra y el equipo entero de CMT GROUP. No han desfallecido bajo el peso de la pena o los problemas de la transición, no han dejado de tomar iniciativas, de dar pasos, de actuar.

En el 2017, para seguir honrando a Juan Carlos, con mis limitaciones humanas como frontera, no voy a desplegar un abanico de intenciones ni malas ni buenas. Voy a hacer. Para que sea un feliz año y nada perturbe mi paz interior.

No desayune huevos con bacon

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¿Usted desayuna huevos con bacon? ¿Merienda bocadillo de chistorra? ¿Le hinca el diente a un buen asado? Es usted cómplice de una catástrofe natural que nos va a sobrevenir. Y usted llorará cuando los medios le muestren la destrucción del planeta.

¿Usted le ha regalado a su hija una muñeca y a su hijo un coche de juguete? Es usted cómplice del heteropatriarcado y, no lo sabe, pero esa actitud le va a costar mucho a las mujeres, porque vamos a permanecer oprimidas por los siglos de los siglos. Y no me diga si su hijo plancha o no, lo de los juguetes es el principio del fin y su varoncito, por su apatía cómplice va a reproducir los esquemas de siempre y usted llorará cuando los medios le muestren el dolor que usted ha producido con su complicidad.

¿Usted cree que el machismo es una actitud despreciable, que existe, en unos sitios menos y más en otros, pero que es palpable, y que es un atraso considerar a alguien superior por su raza, sexo, coeficiente intelectual, y todas esas cosas que no nos hacen mejores ni peores, que no nos ganamos a pulso, que vienen «de fábrica»? ¿Cree usted que hay campo para mostrar una manera distinta de mirarse los hombres y las mujeres, sin negar lo que existe, pero sin abanderar el odio? ¿Cree que no hay que exagerar datos o aturdir a la gente con palabras demasiado grandilocuentes que no reflejan la realidad, pero sin embargo, que no hay que negar el maltrato, la terrible situación de muchas mujeres, tal vez no tan lejos, y está dispuesta a ponerse a ello?  Es usted cómplice de las feminazis excluyentes. Forma usted parte del marxismo intelectual y será vapuleada, menospreciada (por detrás, por delante aún no han osado), y usted llorará cuando vengan los malos a ponerle un burka.

¿Usted tiene un sentido del humor inadecuado, macarra, incorrecto, como el de Gurruchaga y la Orquesta Mondragón cuando cantaba «soy el hombre sin brazos del circo» o como el de Gabinete Caligari cuando cantaban al amor masoquista? Bueno, entonces su complicidad es máxima y merece usted el escarnio en redes sociales. Y usted llorará porque está permitido insultarle, llamarle terrorista, pedir el cese de sus actividades, la censura, y quién sabe si no llegaremos a mentar la celda de castigo.

¿Le espanta a usted ver niños que viven situaciones de guerra, sin mirar qué guerra, o de dónde son los niños, y se atreve a decirlo y a pedir que cesen las guerras, el uso de los niños como mercancía de la pena, el bombardeo de hospitales, etc? Es usted cómplice de los medios que difunden noticias falsas, es usted cómplice de la desaparición de países, es usted cómplice de la invasión por terroristas, y llorará cuando vea por televisión tal catástrofe.

¿Está usted mirando? También es cómplice. Cómplice y culpable. Llore, pida perdón, baje la cabeza y cállese.

(Como siempre hay alguien que no lo percibe,  noten que hay cierto sarcasmo en todo esto, pero también bastante realidad. Es un post dedicado a Carlota. Y para ella añado el video de Gabinete y el de la edificante balada de Siniestro Total «Ayatollah no me toques la pirola», con Germán Coppini, que me ha parecido aún más incorrecto)