El miedo

                                                  
 
El miedo es, sin duda, el enemigo a batir.

Te lleva a creer que amas, por miedo a la soledad, o a creer que no amas,  por miedo a la sociedad. Te empuja a que cumplas tus peores predicciones, a que irrumpas en los peores escenarios e inspira tus peores actos. El miedo a saber, o a no saber, nos lleva a tapar lo que percibimos, a negar esos momentos de lucidez disruptiva, a renegar de la intuición, a quedarnos con la explicación de todo el mundo, con la guía turística de la vida que te cuenta lo que hay que ver a grandes rasgos, pero no te deja saborear de los lugares y las gentes más puros, únicos, auténticos. 

El miedo al dolor, a extrañar la mano, la mirada y la presencia, te susurra al oído «déjalo ir, no mires, no escuches, no sientas». Palabras que en realidad significan «no vivas» o tal vez, no vivas tanto, no del todo. Como si solo lo amable fuera aceptable, como si lo feo no fuera también parte de la hermosura de la vida, como si las lágrimas derramadas fueran menos amor torrencial que la pasión y la felicidad compartida. Ese miedo que nos lleva a gritar «deja ya de manar» a la sangre que brota incesante de la herida. Para, que no puedo más. Para, que tengo miedo a dejar de sentir, anestesiada por el propio dolor.

Ese terrible enemigo del ser humano es como el veneno, que te salva la vida cuando se administra en pequeñas dosis, pero resulta letal de otra manera. En general, no estamos acostumbrados a manejarlo. Por eso nos inventamos a Thor, dios del rayo, para que explique lo que no alcanzamos a entender. Porque la incertidumbre y la ignorancia da vértigo. Y es más fácil identificar nuestra ignorancia con un dios cruel o bondadoso que aceptar que, sencillamente, no sabemos, que todo puede ser, que tal vez la tierra es como la veo, según donde me sitúe, y puede hasta ser plana. Esa sensación tan incómoda que tenemos ante lo que ignoramos, como si cualquier cosa pudiera valer y te tocara elegir tu propia respuesta, con la responsabilidad que eso implica. Esa elección que quienes tienen fe han resuelto de un plumazo (eso dicen ellos): «Mi fe me ayuda en estas ocasiones». Y se agarran al relato religioso de la trascendencia o de cualquier otra cosa fuera como si fuera el árbol para el koala y así se eliminara la humanidad del misterio que nos impone nuestra condición limitada. 

Como la hiedra, el miedo echa raíces y, si no lo extirpas de cuajo y dejas pasar el tiempo, levanta tus cimientos y toma posesión.

Combatir el miedo es asumir las limitaciones y tener fe en algo que no está fuera sino dentro de ti. Una fe en algo que no vemos pero que asimilamos como algo cierto, incluso sin que medie una teoría científica demostrada, aceptada. Es columpiarte en el trapecio sin red y saltar al vacío esperando tu mano, la que no veo pero está.

La ausencia

ausencia

Se me ocurre una idea para una entrada en el blog. Y en lo que lo abro… se va… ¿dónde se va? al mismo sitio que los calcetines que se traga la lavadora… al mismo sitio que los momentos perdidos… al mismo sitio que las horas no dormidas, los sueños no recordados y la cordura cuando se pierde aunque sea por un instante….

Es el lugar que algunos llaman eternidad. Porque cuando uno pierde la cordura por un instante ya no se olvida ese momento. Incluso una vez recuperada la sensatez y el equilibrio, el recuerdo de la espiral oscura en la que entra la mente, la visión tenebrosa de uno mismo al otro lado del espejo del dolor, permanece dentro de nosotros para siempre.

En esa eternidad, ese plano en el que no existe tiempo ni espacio, compuesto por algo que ignoramos, que intuimos, pero que no conocemos, algo en lo que solo se puede tener fe, religiosa o no, no encontramos un sitio, no nos sentimos a gusto. Casi nos aterra. Nos agarramos a los calcetines que se quedaron, al recuerdo de los momentos vividos y al equilibrio ficticio que nos rodea. Y lo sancionamos con totems que muestren a los demás que fue real. Guardamos cartas, fotografías, contratos, anillos… nos apresuramos a seguir las pautas que hacen de nosotros gente normal… escribimos los sueños para que no caigan en el olvido. ¿Pero qué pasa con lo que no es registrable?

La ausencia que duele tanto deja paso al olvido suavemente. Se desdibujan los rostros, se pierden las palabras, se modifican los recuerdos, y un día, sin darte cuenta, ya no lo recuerdas más. Solamente a veces, cuando un pequeño detalle, un olor, una canción, te sacuden la memoria, aparece de nuevo el recuerdo, deslucido, en medio de la bruma del tiempo, inoportuno, para decirte que has olvidado aquello que en un instante de tu vida era el presente.

 

Lección de Año Nuevo: la distancia no es el olvido

La persona de la que hablo merece mucho más que una entrada en un blog personal. Merece todos los artículos de prensa, todas las notas de Facebook y todos los comunicados de think tanks y universidades que se han publicado, y algunas más. Juan Carlos Cachanosky me fue presentado intelectualmente cuando elaboraba mi tesis doctoral hace ya muchos años. Mi director (y gran amigo, para suerte mía), Carlos Rodríguez Braun, me dijo: «Para el capítulo de la Escuela Austriaca y el uso de las matemáticas tienes que leer la tesis de mi amigo Juan Carlos Cachanosky». Y me dejó en custodia los números de la revista Libertas donde Juan Carlos había publicado. «Te vas a reprografía, lo fotocopias y me lo devuelves. En media hora tienen que estar los números en la estantería». «Pues debe ser un genio este señor», pensé. Y así era.

Le reencontré en sus artículos y escritos mil veces, pero no tuve ocasión de saludarle hasta una universidad de verano del Instituto Juan de Mariana, en Aranjuez, hace unos diez años. Me acerqué a saludarle y le expliqué que era discipula de Carlos, que nuestras tesis eran primas hermanas (la mía, mucho menor en todos los sentidos) y, para mi sorpresa, me sonrió como si hubiera encontrado a un habitante de su mismo planeta. Y así era. 

Supe de la enorme labor en la Universidad Francisco Marroquín, todo lo que esa universidad le debe, el aprecio de sus alumnos y compañeros de allí, y de su partida. Supe de su aventura y apuesta personal en Corporate Training y CMT Group, donde seguía luchando por sus ideales y su modo de hacer las cosas. Y nos reencontramos en un seminario del Liberty Fund, dónde si no se reencuentran los liberales del mundo. Estuve 24 horas pensando que era su hermano Roberto, fantástico periodista, valiente como son los Cachanosky, con quien tuve la suerte de participar en un programa de radio online a tres bandas junto con José Benegas: uno en Miami, otro en Buenos Aires y yo en Madrid. Al enterarse de mi confusión creo que se compadeció de mí y para que me sintiera mejor me contó todas sus confusiones y torpezas. «Te gustaría dictar un curso con nosotros?». Pensé que tenía que ser fantástico asomar la nariz en una empresa como la suya. Y así era.

Y ahí empezamos una relación laboral en la que jamás dejó en el cajón del olvido una idea, o me cortó las alas. Era impensable Juan Carlos (o Charly, como le llama todo el mundo) sin Wenceslao, y sin el equipo de CMT Group. Una tribu de mentes y corazones capaces de todo lo que se pongan por delante, generosos y trabajadores, del que me siento parte sin haber estado jamás allí. Pero Juan Carlos, además, me conectó con los profesores de CMT Group, algunos de los cuales ya conocía pero otros no, con Swiss Management Center, con Barbara Kolm, Fede y Agos, con los alumnos de sus maestrías, que con motivos le adoran y que han llenado sus muros de Facebook con condolencias para la familia. Y también conocí, al menos vitualmente, a sus tres hijos: Nicolás, Iván y Alejandra, de quien estaba tan orgulloso y que son, cuando les miro desde aquí, un trozo del padre. Pero creo que la lección más importante, la deuda más grande que siempre tendré con él es la actitud, no solamente hacia quienes quieres y te quieren, sino hacia quienes no lo hacen. Esa caballerosidad, elegancia y templanza de quien tiene visión y principios. 

Por eso, cuando el 1 de enero me enteré de su partida, y Pedro Schwartz me dijo: «Él merece que sus proyectos salgan adelante y debemos ponernos a ello», pensé que Juan Carlos me seguía enseñando. Esta vez la lección es que la distancia no es el olvido. Y nunca lo va a ser.