La Fiesta

LA FIESTA

 

Con meditado paso, con cuidado gesto, con la compostura necesaria, me desenvuelvo entre la gente que asiste a la fiesta.

Mi sonrisa está fijada en mi cara como las flores en mi pelo.

Mi talle es fino, mi cuello erguido, mis manos se entrelazan con estudiada naturalidad.

La gente va y viene sonriendo, saludándome, aprobándome. Se acercan, besan mi mano, huelen mi cuello, se dejan seducir por mi perfume, y se van pensativos sin vislumbrar qué es lo que hace brillar mis ojos.

Camino por el gran salón entre ellos. La música y sus voces se unen formando un eco extraño y enloquecedor en el que, aunque lo intento, no puedo identificar palabras o notas. Pero no pierdo la sonrisa, en realidad nadie parece tener nada que decirme.

Mañana todos hablarán del éxito de la fiesta, de lo encantadora que estaba. “Todos lo comentaron”, me dirán. Y me desgarraré por dentro por no poder gritarles que, hoy, entre ellos, con mi calculado encanto, soy la mujer más desgraciada de la Tierra. Que no les pertenezco, que habito otros lugares.

No hay oídos para mis palabras; por eso callo, y sigo deambulando estúpidamente por el salón elegante y señorial. Como si no me pasara nada. Como si no echara de menos el tacto de las flores, el calor del Sol, los sonidos naturales.

Como si mis pies no lloraran por no poder corretear, en lugar de forzar cada pisada. Como si mi pelo no se ahogara así, tan perfectamente dispuesto, acostumbrado como está a secarse al aire y ensortijarse o no a su antojo.

Como si no sufrieran mis manos acostumbradas a hablar por su cuenta, aleteando al compás de mi voz, más hechas al tacto del agua, de la tierra, de la hierba, que a terciopelos y diamantes.

Mis manos, cansadas de la frialdad de los labios que las besan, me dicen que se aburren, que quieren irse. Me hablan de lo ajenas que les resultan todos aquellos pares de manos desapasionadas con las que se cruzan.

Salgo al balcón vacío. La noche es demasiado fresca para mí, pero permanezco de pie liberando mis ojos, dándoles un respiro, dejando que mi mirada se fugue con el horizonte. Y me siento reconfortada. Mi mente se evade de la fiesta y viaja por las sombras que definen el paisaje marino y nocturno. Busca guiños en las estrellas, adivina el sonido de las olas, de los barcos.

Cierro los ojos y quiero respirar de golpe todo el aire húmedo de sal y algas. Una mano masculina y gentil me rescata de mi rapto. Es cierto, demasiado frío para mis delicados hombros.

Vuelvo a la fiesta, esperando que pase pronto la noche, que sea breve la función.

 

Abril 1998

Un día en las carreras

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Desde septiembre, más o menos, colaboro semanalmente en el periódico digital Voz Pópuli. Debería haber colgado los artículos correspondientes, pero no he encontrado tiempo. Espero hacerlo a partir de ahpra. Empiezo con el de la semana pasada, sobre la especulación en los mercados.

 

Un especulador en el mercado es como una persona que apuesta en las carreras. Puede apostar a que un caballo va a ganar o a que va a perder. A pesar de lo que muchos creen, no es como un jugador de ruleta. En la ruleta es la suerte la que decide si la bolita se para en el 21 o en el 16. En las carreras de caballos hay un animal entrenado, un esfuerzo, una inversión detrás que explican, en parte, la victoria o la derrota. Además existen factores externos como el clima, el viento, el terreno que pueden favorecer o perjudicar, y algo de suerte.

Cualquiera puede apostar en las carreras: también el entrenador del caballo. Y se da el caso de un entrenador que no da el 100% para que el caballo pierda y ganar la apuesta. Pero cuando un caballo pierde, nadie le echa la culpa al que apuesta, o al que transmite el rumor respecto a la capacidad, fortaleza y preparación del animal.

En el mercado financiero sucede exactamente lo mismo. Dicen que uno de los socios principales de Lehman Brothers estaba comprando CDS (es decir, seguros ante posibles pérdidas) de su propia empresa, apostando a que se desplomaría, sabiendo que de hecho lo estaba haciendo por su posición dentro de la empresa. Lo que ganaba apostando era más que los beneficios del negocio. Como ese entrenador que sabe que el caballo no está a punto y pone su dinero en contra de su candidato.

No hay rumor que valga

Un país, respaldado por una economía sólida, estabilidad política, etc., vende deuda soberana en un mercado, y hay gente que apuesta a que el país va a devolverla o a que no lo va a hacer. Puede haber rumores y declaraciones de altos dirigentes que creen un clima de incertidumbre o de desconfianza hacia ese país. Pero si es un país fuerte y con proyección en el futuro, la devolverá. Y ante ese hecho, no hay rumor que valga. Ningún jugador en el mercado apostaría a que no va a devolver la deuda en un plazo determinado porque perdería seguro.

Sin embargo, cuando España coloca su deuda a precios altos, el que más y el que menos carga contra los especuladores, los apostantes. En otros casos, se ataca a Draghi o Sarkozy por sus declaraciones señalando la mala situación económica. Pero lo único que hacen es señalar un roto en el calcetín que existe, no mienten. Además, esas mismas personas que ven claramente una conspiración contra España, consideran que Alemania y quienes nos prestan nos exigen políticas perjudiciales para nosotros. Es decir, que Alemania nos exige políticas que nos arruinan porque tienen apuestas contra nuestra economía y les conviene. Pero si eso fuera así estarían dispuestos a que no les devolviéramos lo adeudado. Y además, arrastraríamos a otros países de la zona euro y comprometeríamos la supervivencia del sistema monetario europeo tal y como lo conocemos. Es demasiado arriesgado y nadie saldría ganando.

Responsabilidad de políticos y ciudadanos

Lo más sorprendente de todo es que nadie parece ver la razón que sustenta este juego de apuestas: nuestro país es vulnerable, tiene una economía poco sólida y su futuro es incierto. Y esto se debe a las malas decisiones de nuestros políticos. ¿Por qué no reclamarles a ellos que nuestro país se encuentre en una posición tan comprometida?

Hasta economistas de renombre como José Carlos Díez, me dice con cara de desesperación: “Es que después de las declaraciones de Draghi, uno opera a corto y se forra” (es decir, cualquiera que realice una operación de compra venta de deuda a un plazo muy corto obtiene muchos beneficios por la enorme variación del interés de la deuda). Y añade “Eso debería estar penado por ley”. De perdidos al río. Por más que sé que ese es el mensaje que se está lanzando a diestro y siniestro, que los mercados son inmorales, que las operaciones a corto sobre países vulnerables es una canallada, creo que es responsabilidad del país, tanto gestores como ciudadanos, no consentir que la economía se venga abajo y entrar en esa zona de peligro en la que te conviertes en un buen negocio para quienes se dedican a apostar a caballo perdedor. Por la misma razón que es responsabilidad del entrenador, y no de los que apostantes, que el caballo dé el 100% en la carrera y quede lo mejor posible. Porque no nos engañemos. El tema no es si somos un país rico, sino si somos un país que nos endeudemos tanto que luego nos pillamos los dedos. Y ahí, los mercados no se equivocan: seguimos siéndolo.