Desde que participo en tertulias y saraos similares, una de las cosas que me ponen más nerviosa es que me hagan preguntas para las que no existe respuesta, o bien, para las que necesitaría mucho más tiempo que veinte segundos. La ganadora es «¿cuándo va a acabar la crisis?». Y yo que sé. Tampoco sé a qué hora exacta me duermo cada noche o cuántos días me quedan en este mundo.
Pero hay otras (unas me las han formulado y otras no) que tienen una respuesta más fácil, aunque más larga de lo conveniente para un medio de comunicación. Por ejemplo «¿prohibiría usted el burka?». Pues es complicado. Prohibiría que se obligara a utilizarlo. No sé si existe manera de saber hasta que punto el extremismo es presión suficiente para una mujer, o mejor dicho, para la cría que de mayor, al hacerse mujer se pone el burka. ¿Prohibiría usted el cilicio o la autoflagelación? La cosa se complica ¿no? Claro está que uno no exhibe el muslo con el cilicio ni muestra las señales del azote en la espalda. No es exactamente lo mismo, pero se le parece.
Algunos detractores del burka hablan de señas de nuestra cultura. Viajan desde el burka hasta la pérdida de la identidad occidental y cristiana a la velocidad del rayo. Y yo siempre me hago la misma pregunta ¿y usted cuánto está dispuesto a hacer o a dar por esas señas de identidad que dice que son tan importantes?
Al final todos miran a lo alto y buscan el auxilio fuera de sí mismos, lo buscan en el gobierno, en la autoridad en quien han delegado lo esencial. Pero se siguen quejando. Eso sí… todos a la calle a lucir la camiseta nacional en los partidos de fútbol. Puedo imaginar la que se montaría si ganara España. Incluso si quedamos segundos. Cinco millones de parados, la deuda soberana con una credibilidad de vergüenza, un gobierno que miente descaradamente, mientras sigue alardeando del penoso papelón de la presidencia europea, la oposición jugando a anunciar pactos de papel mojado para rascar algún punto en las estériles encuestas de opinión y tomando carrerilla para volver a perder las elecciones.
¿Y la gente? Acomodados en la cobardía. Somos unos cobardes. Nos da miedo que nos insulten, que nos señalen, que nos llamen radicales, que si gritamos se nos oiga o que nos quedemos solos al alzar la voz. Mientras nos roban a base de impuestos y nos mienten, miestras manipulan la educación sexual de nuestros niños, seguimos pidiéndoles a ellos, a esos que detentan el poder en el gobierno o en la oposición, a los socialistas de todos los partidos, que defiendan nuestra identidad, nuestras ideas, nuestros niños y nuestros valores. Y hay cosas que son de cada cual. No se imponen los valores, se ejercen. No se protege un idioma, se habla. No se subvenciona una religión, la financian los fieles. No se protege la cultura, la mantienen quienes le dan valor a la misma. Pero para eso tiene que haber una sociedad activa. Y no la hay. Somos incapaces de excluir socialmente al Rafita y entendemos que se ocultara su imagen por ser menor, ¿alguien le va a echar de su bar, de su tienda, de su empresa? No, el tipo se beneficiará de las subvenciones que pagamos con nuestro esfuerzo.
Cada vez más me convenzo de que tenemos o que queremos. Esto es todo por lo que estamos dispuestos a luchar. Somos capaces de crear veinte plataformas en Facebook, de hacer que nuestra causa sea el hashtag más seguido de Twitter, de erigirnos en gurús de las defensas virtuales, pero mover un dedo, lo que se dice mover un dedo… nada de nada. ¿Qué diría Thoreau, encarcelado por negarse a pagar impuestos injustos?
Es cómodo, mucho más cómodo, y más rentable, de momento, seguir quejándonos mientras los padres de Sandra lloran y van a psiquiatra, o mientras yo no sea uno de los cinco millones de parados, y tranquilizar la conciencia haciendo click en la Plataforma de Defensa del Menor, de la Libertad, o de la Vida… Pero ahí están los decretos, los votos, las acciones de los que sí actúan… que no somos nosotros.
Y al final… nos comen los lobos.