Esta mañana los informativos de toda España se felicitaban por el “logro” que la administración Obama ha conseguido al aprobar por 7 votos la reforma sanitaria en los Estados Unidos.
En el programa electoral del candidato Obama, ya se esbozaba un proyecto de reforma sanitaria paradisíaco, que no mostraba claramente de qué bolsillos iban a proceder los fondos, ni el coste real, pero sí hacía hincapié en los beneficios para las minorías de hispanos, su importancia para luchar contra una posible amenaza de bioterrorismo y su necesidad para acabar con las pandemias y otras enfermedades crónicas, como la obesidad.
Los afectados serían 47 millones de norteamericanos según el programa de Obama, 36 millones según otros, y la cifra llega a rebajarse a los 30 millones dependiendo de qué periódico se lea, probablemente muchos de ellos votantes demócratas esperanzados.
Y lo cierto es que el sistema sanitario americano tiene varios puntos francamente mejorables, pero el camino emprendido por Obama no es el mejor. Hasta ahora, la práctica común era que los empleadores contrataran a sus trabajadores con un seguro médico con más o menos cobertura. Ahora esta práctica será obligatoria por ley y en caso contrario, el empleador pagará una compensación del 8% de la nómina a los empleados sin cobertura. La ley también aportará subsidios para contratar seguros con compañías privadas o con un nuevo seguro público. Estas subvenciones representan buena parte de los 940.000 millones que costarán los cambios en el sistema, y sólo se quedarían fuera del sistema entre 5 y 7 millones de personas, además de los inmigrantes indocumentados, unos 11 millones. Eso no es todo. Las aseguradoras privadas tienen que ofrecer los estándares de asistencia y calidad similares a los ofrecidos por el sistema público. Eso quiere decir que serán los políticos desde Washington quienes determinarán cuáles son esos estándares, qué se debe recetar, las cuotas que cobren los médicos, etc. Además, la ley incluye diez años de impuestos al ciudadano pero sólo ofrece seis años de beneficio médico.
Por otro lado, a estas alturas de la recesión, la lucha contra el déficit público es, junto con el paro, el principal reto con el que se enfrentan las democracias occidentales. Por eso a muchos americanos el coste les parece simplemente prohibitivo.
Hay que recordar los actuales fiascos de Medicare y Medicaid que pretendían proporcionar asistencia pública a determinados sectores de la población desfavorecida y han supuesto un chorro de dinero tirado por la borda.
La peregrinación de este nuevo proyecto y los continuos cambios a que ha sido sometido llevan a preguntarse qué tiene de especial para que el líder demócrata se empeñe de esta manera. Su aprobación se ha conseguido asegurando mediante una “orden ejecutiva” que no se financiarán abortos con dinero público. Este requisito no es excepcional y proviene de la disposición Hyde en 1976: ni demócratas ni republicanos consentirían la financiación pública de una decisión privada. Los dudosos métodos para aprobar el nuevo modelo sanitario llegan a la salida de tiesto de Nancy Pelosi, presidente de la Cámara de Representantes quien llegó a proponer aprobar la ley antes de conocerla,
Más allá de la expulsión del sistema sanitario de miles de médicos que no podrán sobrevivir con las cuotas que prevé el sistema, del gasto burocrático en 16.500 funcionarios que lo supervisen, de la igualación por abajo de los servicios sanitarios (iguales colas, igual ineficiencia) por la intromisión federal en las aseguradoras privadas, hay un tema que muchos americanos no tragan. El proyecto de Obama lesiona los principios constitucionales establecidos en la novena y en la décima enmienda, según las cuales, el pueblo tiene derechos frente a un todopoderoso estado federal, y el gobierno federal no podrá meter la mano en aquellas actividades que no le haya asignado la Constitución. Y la sanidad, ha sido tradicionalmente una competencia de los estados, con poca intervención directa del gobierno central. Así, 37 estados van a presentar ante el Supremo un recurso de inconstitucionalidad contra la ley de reforma sanitaria de Obama por invasión de competencias.
Quienes protestan frente a la Casa Blanca, ciudadanos libres independientes, conservadores, demócratas desencantados, buscan una reforma que no obligue al “café para todos” al que los europeos estamos dolorosamente acostumbrados. Se trata de dejar que cada Estado decida en función de lo que sus ciudadanos están acostumbrados, necesitan y desean.
El empecinamiento de Obama se puede volver contra él, no solamente por la imposible gestión de un sistema sanitario central planificado de tal envergadura, por el aumento del gasto y los perjuicios económicos. También porque está atentando contra la libertad individual de muchos americanos a costa de jugar en el filo de la constitucionalidad. Y eso en Estados Unidos tiene un precio muy alto.
(Publicado en La Gaceta, 23 de marzo de 2010, p. 4)